-¡Hola Carlos!, siento
haberte hecho esperar tanto tiempo. Ya sabes cómo va esto. A veces se alarga un
poco más de lo previsto. Las cartas y el futuro son imprevisibles y no
entienden de horarios. No quiero además que nadie se vaya con dudas, que las
dudas son las cosquillas del diablo.
Carlos miró a Sara y la
encontró más hermosa que nunca. ¿Habría sido capaz ella, que leía en las cartas
y en las manos el destino de las personas, de adivinar el amor que sentía y el
propósito de aquella visita?
-Pasa y ponte cómodo -le
dijo mientras se ajustaba primero todas y cada una de las pulseras que
adornaban sus muñecas y después aquel pañuelo con estrellas que llevaba siempre
adornando su cabeza, en una especie de ritual que Carlos contemplaba embelesado
como si de un espectáculo erótico se tratara.
-¡Dime mi vida!, ¿a ti qué
dudas son las que te traen hoy aquí?
Carlos tardó en responder,
recreándose en la sonrisa que Sara le dedicaba a la espera de conocer su
respuesta. Aquella sonrisa gitana que le había robado para siempre el corazón y
a la que ahora él venía dispuesto a entregar también el alma.
-Tengo una única duda Sara
-respondió por fin, intentando que su voz transmitiera la firmeza que por los
poros de su cuerpo escapaba a borbotones en forma de sudor-: ¿ves en las líneas
de mis manos un lugar donde puedan dibujarse las tuyas?
Sara le miró con aquellos
ojos suyos, negros como el azabache, y tomando las manos de Carlos en las
suyas, más pequeñas pero más seguras, como si de verdad quisiera en ellas
consultar lo que bien sabía desde mucho antes que el propio Carlos, se limitó a
sonreír más enigmática que nunca antes de preguntar:
-¿De qué color las
pintarías?