jueves, 28 de mayo de 2015

El Cuento de Nunca Acabar


Aquella mañana, Pinocho se había despertado con la extraña sensación de que algo raro le había ocurrido durante la noche. Corrió por ello a mirarse en el espejo que había encontrado el día anterior tirado en el bosque encantado, y comprobó con sorpresa que aquellas orejas pegadas a su cabeza no eran las suyas, sino que parecían más bien las de un cervatillo.

-¡Bambi! –gritó al instante al reconocer las diminutas orejas de su gran amigo.

Descolgó entonces el teléfono y marcó sin dudar el número de Papá Pitufo. Porque si alguien podía ayudarle era el anciano pitufo.

-¡Papá Pitufo! –dijo al reconocer la voz al otro lado del teléfono-. ¡No te vas a creer lo que me ha ocurrido esta noche mientras dormía! ¡Y te juro que no me crecerá la nariz cuando te lo diga!... 

No pudo contarle más, porque Papá Pitufo le interrumpió para decirle que nada de lo que pudiera contarle,  le sorprendería, porque no era el primero que aquella mañana le había llamado, contándole cosas increíbles. El primero en hacerlo había sido el Lobo Feroz, que al levantarse de la cama, se había caído al suelo de lo alta que estaba. En realidad no es que la cama estuviera alta: ¡es que él se había vuelto enano! Tan enano como Pulgarcito, que precisamente fue el siguiente en llamarle. Bueno, lo cierto es que no le había llamado un Pulgarcito, sino que habían sido siete, uno tras otro. ¡Siete pulgarcitos!

Pinocho no podía dar crédito a lo que Papá Pitufo le estaba contando, pero aún había más, mucho más. El Capitán Garfio se había despertado encontrándose en su mano con una flauta en lugar del  garfio. De modo que cuando quiso rascarse la nariz, la flauta sonó y su casa se había llenado de ratas. Pensó que aquello habría sido cosa del bromista del Flautista de Hamelín, pero cuando le llamó para reclamar su garfio, resulta que este no sólo no sabía de qué le hablaba, sino que estaba sumamente enojado, porque tenía su habitación tan llena de sombreros que no podía salir de ella. 

Papá Pitufo según le confesó a Pinocho, pensó entonces que todo sería obra de algún hechizo del Sombrerero Loco, pero que nada más pensarlo, fue justo el Sombrerero Loco el siguiente en llamarle muy alarmado, porque Alicia se había empeñado en ir al bosque con una cestita para su abuelita. ¡Y Alicia no tenía abuelita!

Tras el Sombrerero Loco, la siguiente llamada que había recibido Papá Pitufo había sido la de los tres cerditos. ¡Estaban encerrados bajo llave en la casa de la bruja del bosque! ¡La que no dejaba de molestar a Hansel y Gretel! Pero no había rastro ni de la bruja ni de los dos hermanos.

Llegados a ese punto, Pinocho ni se inmutó cuando Papá Pitufo le contó que se había también enterado que Caperucita había perdido un zapato de cristal, que Cenicienta había caído dormida después de comer una manzana y que Blancanieves no encontraba por ninguna parte el espejo mágico de su madrasta. 

-¡El espejo! –cayó de pronto en la cuenta Pinocho-. ¡Descuida Papá Pitufo!: tengo la solución para poner fin a este cuento de nunca acabar.

Corrió a su habitación, descolgó el espejo y salió corriendo a buscar a Blancanieves. A la mañana siguiente, todo volvería a ser como antes. 



Carla y Hugo Juegan al Escondite (Relato para niños)



Carla y Hugo jugaban alegremente en el recreo al escondite. Carla no sabía cómo, pero Hugo acababa siempre por encontrarla, mientras que a ella, le costaba horrores dar con él, cuando era su amigo quien se escondía. Era precisamente ese el motivo por el que Hugo prefería jugar con Carla al escondite. Porque en el resto de juegos, era ella la que siempre le ganaba. 

Mientras contaba de nuevo apoyada en una pared, de espaldas al patio, Carla en su cabecita, maquinaba cómo ingeniárselas para por primera vez, ser ella la que le encontrara. ¿Dónde se habría escondido en esta ocasión?: ¿detrás de la papelera?, ¿tal vez debajo del tobogán?, ¿quizás dentro de la casita de madera?...

Se le ocurrió entonces una forma de hacer que Hugo se descubriera a sí mismo. Así, cuando finalizó la cuenta, fingió que comenzaba a buscarle, pero de improviso, se dejó caer al suelo, como si se hubiera desmayado. Nada más lejos de la realidad, porque mientras permanecía tirada en suelo, con los ojos entreabiertos, en realidad esperaba paciente a que su plan diera resultado. ¡Y así fue! Hugo, que desde su escondite se quedó boquiabierto viendo cómo Carla caía desplomada, salió corriendo hacia ella, lo que fue aprovechado de inmediato por Carla, para levantándose de un salto, tocar en la pared gritando: ¡por Hugo!

El pobre Hugo no se lo podía creer. En un segundo pasó de la preocupación al mayor de los enfados. Su amiga le había dado un susto de muerte y aquello no tenía ninguna gracia. Carla, que vio en la cara de Hugo, primero la expresión de pánico con la que corrió a su encuentro y luego la de enojo, se dio cuenta de que se había comportado muy mal.

Arrepentida, le pidió perdón al tiempo que le daba un beso en la mejilla y le preguntaba si quería un vaso de agua. Recordaba que su madre siempre le daba un vaso de agua cuando ella se llevaba un buen susto. Hugo aceptó el ofrecimiento, porque además tenía sed. Carla corrió entonces a por un par de vasos de agua. Llevaban un buen rato jugando y no habían bebido nada hasta entonces, así que ella también estaba sedienta.

Los dos niños se sentaron saboreando el agua fresca y de paso, descansando un poco y retomando fuerzas, pues todavía faltaban algunos minutos para volver a clase. Carla, al acabar su vaso, sintió entonces que con el agua, se le había abierto también el apetito. Lo peor era que precisamente ese día, a su mamá, se le había olvidado meterle en la mochila, el bocadillo para el recreo.

Y justo el momento en el que Hugo, al que ya se la había pasado el enfado, le ofrecía un pedacito de su bocadillo, Carla oyó una voz que reconoció al instante:
-¡Mami! -gritó corriendo hacia la valla que rodeaba el patio del recreo, mientras su madre, con una sonrisa de oreja a oreja, sacaba del bolso, su bocadillo.
Carla lo desenvolvió a toda prisa y su sorpresa fue aún mayor cuando vio lo que había dentro del pan:
-¡Nocilla!
Dio un beso de despedida a su mamá y corrió de nuevo hacia Hugo. 
-¿Quieres un poco? -le dijo.
Hugo sonrió y comió un buen bocado.
-¡Venga Carla! Te toca esconderte.
-No Hugo. Me toca volver a contar. Antes hice trampas. Te prometo que nunca más las haré.
Y con el bocadillo en una mano y con la otra tapándose los ojos, Carla inició de nuevo la cuenta:
-Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... ¡Allá voy!



miércoles, 27 de mayo de 2015

Más de doscientos gatos... y Remolón (Cuento para niños)



En una casa, tan maravillosa como un palacio y tan grande como un castillo, vivía una hermosa joven, Beatriz, en compañía de sus más de cien gatos. En realidad, sólo ella sabía con exactitud cuántos eran. A cada uno de ellos les había puesto nombre y los reconocía a todos, sin equivocarse jamás.
Día tras día, antes de irse a dormir, uno tras otro, todos los gatos saltaban a su cama para darle el lametazo de buenas noches, a lo que Beatriz con un beso respondía:
-Buenas noches Lucero..., buenas noches Raspas..., buenas noches Nube..., buenas noches Esmeralda..., buenas noches Chispitas..., buenas noches Negrito..., buenas noches Sisí... y así, del primero al último. Y ese último, día tras día, era siempre el mismo: Remolón.

Una noche de tormenta, cuando Beatriz estaba en la cama, recibiendo los lametazos de sus gatos, ocurrió algo inesperado:
-... buenas noches Tigre..., buenas noches Buenín..., buenas noches Boss..., buenas noches Remolón... ¿Remolón?... ¡Remolóóóón!
Pero Remolón no respondía. Beatriz, desesperada, buscó por todos los rincones de la casa sin dar con él. Angustiada, salió al jardín, llamándole en mitad de la tormenta sin recibir respuesta.
Preocupada, volvió a la casa y dijo a sus gatos:
-Iros ahora mismo a dormir. Mañana, con el primer rayo de sol, saldremos todos en búsqueda de Remolón.
Beatriz se pasó toda aquella noche dibujando en pequeños trozos de papel, el retrato de Remolón y debajo de éste, su número de teléfono junto al nombre del gato. Cuando todos los gatos estuvieron despiertos, les dio a cada uno de ellos un trozo de papel y les dijo:
-Llevad por todas partes el retrato de Remolón y dejadlo en un lugar bien visible, para que así, si alguien lo reconoce, pueda avisarnos.
Los gatos hicieron lo que Beatriz les había pedido y llenaron los caminos y los bosques con el retrato de Remolón. Sin embargo, pasaron los días, y Remolón seguía sin aparecer. En la casa, los gatos y Beatriz estaban cada vez más tristes y comenzaban a creer que no volverían a ver a Remolón.

Una mañana muy temprano, cuando ya casi habían perdido toda esperanza, Beatriz oyó sonar su teléfono. El corazón le dio un vuelco, porque no era normal que alguien llamara tan temprano.
-¿Diga? -contestó al teléfono-. ¿Cómo?... ¿De verdad?... ¡Sí, se llama Remolón!... ¡Ahora mismo voy a buscarlo!... ¿Me puede dar su dirección?
Beatriz no cabía en sí de alegría. ¡Remolón había aparecido! Un señor le acababa de llamar para decirle que había reconocido, gracias a uno de sus retratos, a un gato, que en una noche de tormenta, había llegado a su casa, y que dado que él tenía también más de cien gatos, decidió quedarse con él.
Beatriz comunicó de inmediato la feliz noticia a sus gatos, quienes al oírla, estallaron en maullidos de alegría.
-No os mováis de casa hasta que no vuelva con Remolón -les dijo antes de salir.
Cuando Beatriz llegó a la dirección que había apuntado, se encontró delante de una preciosa casa, rodeada por un florido césped, en el que jugaban tantos gatos que Beatriz no podía contarlos. Llamó al timbre y al abrirse la puerta, un apuesto joven apareció ante ella.
-Buenos días, tú debes de ser Beatriz -le dijo con una amplia sonrisa, mientras le tendía la mano-. Yo soy Félix.
-¡Encantada! -respondió Beatriz estrechándole la mano.
-¡Pasa! -le invitó Félix-. Remolón está tumbado en el sofá del salón. Desde que llegó no se mueve de él, nada más que para salir a tomar un poco el sol y estirar la patas.
Beatriz siguió a Félix por el pasillo hasta llegar al salón, donde tal y como él le había dicho, se encontró con Remolón, quien nada más verla, se lanzó a sus brazos.
-¡Remolón! -gritó Beatriz llorando de alegría- ¡Qué susto nos has dado!
Beatriz se despidió de Félix, dándole las gracias e invitándole a que fuera al día siguiente a su casa a tomar el café, y que por supuesto, no dejara de llevar con él a todos sus gatos.

Y así fue como Félix y sus más de cien gatos comenzaron a visitar a Beatriz y los suyos, hasta que un buen día, el apuesto joven y la hermosa mujer decidieron casarse. Y desde entonces fueron muy felices en compañía de sus más de doscientos gatos. En realidad, sólo los jóvenes esposos sabían con exactitud cuántos eran en total. Y día tras día, antes de irse a dormir, uno tras otro, todos los gatos saltaban a su cama para darles a los dos el lametazo de buenas noches, a lo que ellos con un beso respondían a coro:
-Buenas noches Príncipe..., buenas noches Lunita..., buenas noches Campanilla..., buenas noches Tragoncete..., buenas noches Rayas..., buenas noches Lulú..., buenas noches Primavera... y así, del primero al último. Y ese último, día tras día, era siempre el mismo: Remolón.

jueves, 14 de mayo de 2015

Cuatro escenas infantiles



El sombrero saltarín

En un viejo armario de madera, convivían zapatos, abrigos, trajes, camisas, corbatas y sombreros. Todos tenían su propio espacio dentro del armario y a ninguno se le ocurría salirse de él. De vez en cuando alguno abandonaba el armario y en su lugar aparecía algún inquilino nuevo. Cuando esto ocurría, los más viejos se encargaban de explicarle las normas de comportamiento al recién llegado, quien rápidamente se adaptaba a la tranquilidad y paz que reinaba en el viejo mueble.

Un día sin embargo, llegó un nuevo sombrero que puso el armario patas arriba.
-¡Bienvenido sombrero! -le recibió el abrigo más anciano-. ¿Cómo te llamas?
-Todos me llaman el sombrero saltarín -respondió alegremente el sombrero.
-¡El sombrero saltarín! -gritaron despavoridos todos al unísono dentro del armario.

Y sin apenas tiempo para añadir nada más, vieron aterrorizados cómo el sombrero saltaba en medio de las camisas, arrugándolas. No satisfecho, saltó aún con mayor fuerza para colarse entre los abrigos, haciendo que uno de ellos cayera de su percha. El pánico se había apoderado de todos, que gritaban protestando, sin que el sombrero saltarín se detuviera.

Al final tuvieron que ser un par de botines de piel los que pusieran orden. Cuando el sombrero saltaba entre los zapatos, uno de los botines lo atrapó con su puntera mientras el otro lo lanzó de un puntapié al sitio que el sombrero saltarín debía ocupar.

-¡No te muevas de ahí hasta que no vengan a por ti! -le dijeron muy serios.
-Lo siento, no quería molestaros. Es que soy un sombrero saltarín y no puedo evitarlo -dijo el sombrero arrepentido.
-Pues intenta al menos saltar sin molestar a nadie, ¿de acuerdo? -le sugirieron los botines.
-¡De acuerdo! -contestó feliz el sombrero. Y de un salto se fue a juguetear con las corbatas.


El reloj desconfiado

En la relojería, todos los relojes confiaban en el reloj maestro, que era quien marcaba la hora exacta y todos los demás relojes, adelantan o retrasaban sus agujas para marcar la misma hora que el reloj maestro. Todos menos uno: un reloj de cucú, que desconfiaba de la hora que marcara cualquier otro reloj, incluido el reloj maestro. Aquella desconfianza provocaba numerosas discusiones, cuando el relojero de noche se iba a su casa, cerrando con llave la relojería. La escena era siempre la misma, que se repetía día tras día:
-¿Qué hora es maestro? -preguntaba un reloj.
-Son las ocho y un minuto de la tarde -respondía el reloj maestro.
-¡Gracias! -respondían todos los relojes, al tiempo que corregían su hora, en el caso de que no fuera la misma que la del maestro.
-¿Seguro que son las ocho y un minuto? -preguntaba entonces el reloj desconfiado.
-Seguro -respondía el reloj maestro, quien ya esperaba la pregunta-. Hace un minuto que deberías haber sacado al cucú para que cantara las ocho de la tarde.
-¿Seguro? -insistía aún el reloj desconfiado.
-Seguro -respondía pacientemente el reloj maestro-. No seas tan desconfiado y mira al resto, que todos marcan ya la misma hora.
El reloj desconfiado miraba al resto de relojes, viendo sin embargo que todos marcaban las ocho y dos minutos.
-Maestro -decía entonces-: ¿por qué si dices que son las ocho y un minuto todos los relojes marcan las ocho y dos minutos?

El maestro suspiraba entonces y no podía evitar pensar si además de desconfiado, a aquel reloj le fallaba alguna corona en su cabecita. Aun así, respondía con toda la delicadeza de que era capaz:
-Por la misma razón por la que si no sacas ya al cucú y te pones en hora, dentro de un minuto, verás que todos marcan las ocho y tres minutos.


Los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte

Como cada día al oscurecer, Foxy, un gato naranja con aspecto de pequeño tigre, husmeaba entre los contenedores de la basura, en busca de algún resto de comida que poderse llevarse a la panza. En estas estaba, cuando al apartar de un zarpazo unos andrajosos zapatos de ante que le impedían el paso, éstos protestaron enérgicamente:
-¡Oye!, ¡ten cuidado!
Foxy, que en sus cinco vidas anteriores, nunca había escuchado a unos zapatos hablar, al oír aquella voz, se erizó por completo, poniéndose en guardia como si fuera un puerco espín.
-¿Quiénes sois vosotros?, ¿cómo es que podéis hablar? -les preguntó sin bajar la guardia.
-Relájate minino. Somos los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte.
-¿Que sois qué? -preguntó Foxy ahora más curioso.
-Lo que has oído. ¿O eres el único gato que no tiene buen oído? Somos los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte.
-¿A cualquier parte? -repitió Foxy sorprendido.
-¡Oye!, ¿sabes que para ser un gato, tienes la cabeza llena de serrín como un perro faldero? ¡Sí!, a cualquier parte. Si no fuera así nos llamaríamos los zapatos de ante que no te llevan a cualquier parte, ¿no te parece? -preguntaron con sorna los zapatos
-No os entiendo -dijo Foxy moviendo la cabeza.
-¡Madre mía! -rieron los zapatos-. Realmente eres un gato de lo más extraño. A ver, dinos minino: ¿a dónde te gustaría ir?
-¿Que a dónde me gustaría ir? -repitió una vez más Foxy.
-¿Vas a repetir todo lo que decimos? -preguntaron los zapatos ahora ya un poco molestos.
-¿Por qué?

Los zapatos ya no sabían si dejarlo pasar o si darle otra oportunidad a aquel gato que parecía tan corto de luces. Optaron por un último intento:
-¡Olvídalo!, cálzanos en tus patas traseras, dinos dónde te gustaría ir, cierra los ojos y en menos de un miau, cuando vuelvas a abrirlos, estarás allí.

Foxy pensó que por probar no perdía nada, así que hizo lo que los zapatos le indicaban que hiciera: se los colocó con facilidad en sus patas posteriores, pues le quedaban enormes, cerró los ojos, dijo en voz alta a dónde le gustaría ir y cuando los volvió a abrir, se encontró exactamente en ese lugar. ¿Te imaginas cuál? Piensa como un gato y acertarás.


Un caramelo de metal

Cuando se apaga la luz, la mamá, si a su niña quiere dormir, esta dulce nana le tiene que cantar:

"En una bolsa llena de caramelos,
se esconde un caramelo de metal.
Todos los caramelos saben genial,
todos menos el caramelo de metal.
Todos los caramelos se pueden masticar,
pero pobre del niño que mastique,
el único caramelo de metal.
Por eso mamá siempre dice,
que si los dientes quieres salvar,
los caramelos has de saborear,
nunca masticar y mucho menos tragar.
¿Quién podría tragar
una pelotita de metal?"

Cuando se apaga la luz, la mamá, si a su niña quiere dormir, esta nana le volverá a cantar.

miércoles, 13 de mayo de 2015

El Pingüi (Cuento para niños)



En lo más alto de una montaña, un gitanillo llamado Esteban, corría feliz y sin descanso de un lado a otro. Era su escondite preferido para jugar. Allí recogía toda clase de piedras que luego llevaba a su casa para clasificarlas por tamaño, color, peso... Aquella afición suya sacaba de quicio a su madre, cansada de andar tropezando por todas partes con las "dichosas piedras", cada vez que limpiaba por casa. En realidad su madre se enojaba por cualquier tontería y cuando eso ocurría, lo único que conseguía calmarla, era un buen flan de chocolate. Por esa razón, Esteban y su padre, por nada del mundo se olvidaban de tener siempre llena la nevera de flanes de chocolate.

Esteban, al contrario que todos sus amigos, no tenía hermanos. Era el único hijo que habían tenido sus padres: la Anita y el Guindilla, que era como se les conocía a ambos en el clan gitano al que pertenecían.

La Anita era una mujer capaz de hacer sombra a un elefante. Pero desde niña la habían llamado así y luego a nadie se le ocurrió llamarla de otro modo, cuando se fue transformando en una mujer capaz de devorar sin despeinarse, una docena de flanes de chocolate.

Al Guindilla por su parte, el mote sí que le venía como anillo al dedo, pues era un hombre tremendamente nervioso, que miraba constantemente a un lado y a otro, como si buscara siempre a alguien, y que sólo conseguía tranquilizarse cuando juntaba botones. Era una extraña manía que irritaba a Anita casi tanto como la de coleccionar piedras de Esteban. Sin embargo a ella le parecía lo más normal del mundo, tener su habitación llena de ositos de peluche. Y así, entre piedras, botones y ositos de peluche había crecido Esteban, aunque lo que se dice crecer, no es que hubiera crecido mucho.

Una tarde, su padre se encontraba recogiendo la miel de las colmenas que tenía en la cuadra, cuando oyó a la Anita llamarle con voz enfadada, lo que tampoco era extraño:
-¡Antonio! -pues era así como en realidad se llamaba El Guindilla.
-¿Qué quieres Anita? -le respondió éste a desgana.
-Ya está la cena y Esteban sigue sin bajar de arriba...
-¿Qué problema habrá en eso mis queridas amigas? -preguntó El Guindilla dirigiéndose en voz baja a sus amadas abejas-. El problema y lo raro es que siguiera sin bajar de abajo..., ¿no creéis? –dijo riéndose él mismo de su ocurrencia.
-¡Antonio! -volvió a insistir la Anita aún más crispada.
-¡Ya voy Anita, ya voy! -respondió en esta ocasión el Guindilla-. Me parece que hoy vamos a tener que cenar todos flan de chocolate -dijo volviéndose nuevamente a sus abejas para añadir-: Sed buenas y no os alejéis mucho cuando salgáis a buscar flores. ¡Y cuidado con las telarañas!

Cuando salió fuera de la cuadra se dio cuenta que llovía a mares. En la cuadra había al menos media docena de paraguas, pero él, que jamás utilizaba uno, prefirió mojarse antes que coger uno.

-Este Esteban mío -pensó para sus adentros-. No le tiene miedo ni a una tormenta. En eso ha salido al abuelo. No ha habido nunca un gitano más valiente que el abuelo…

Llegó en apenas un par de minutos al lugar donde se encontraba Esteban. Lo halló como no podía ser de otro modo, llenando su mochila con piedras que luego clasificaría al llegar a casa.

-¡Esteban! -le llamó-. ¡Vamos! Tu madre tiene la cena encima de la mesa, y ya sabes que no conviene enfadarla haciéndola esperar.
-¡Voy “papa”! -obedeció éste al instante cerrando su mochila.

Bajaban padre e hijo empapados por la lluvia escuchando a lo lejos los gritos de la Anita, que seguía llamándoles sin cesar, cuando Esteban se volvió de repente a su padre y con voz muy seria le dijo:
-“Papa”, ya sé cuál quiero que sea mi mote.
-¿Tu mote?
-Sí, a ti te llaman El Guindilla, ¿no?
-Sí, pero a mí me lo pusieron; no lo elegí yo.
-Pues yo quiero que me llamen El Pingüino
-¿El Pingüino?; ¿y eso?
-Porque me gustan los pingüinos...
-¡Pero si en tu vida has visto uno! ¿Cómo te van a gustar?
-¡Que sí “papa”!, ¡que los he visto en la tele! Y son tan pequeños como yo...

El Guindilla no pudo contener la risa por semejante ocurrencia. Pero viendo la cara aún muy seria de su hijo, le acarició la cabeza y besando sus largos cabellos, tan negros como la cabeza de un pingüino, con aire solemne dio por concluida la discusión:
-¿Sabes Esteban? Me has convencido. Me gusta: ¡El Pingüi!

-¡El Pingüi! -repitió Esteban ilusionado-. ¡Sííííííí!


La Cueva de los Murciélagos (Cuento para niños)



Bati era un pequeño murciélago que vivía en el interior de una cueva, que era conocida como La Cueva de los Murciélagos. Bati nunca había visto ni tan siquiera la luz de la luna. Tenía auténtico pavor a la luz, por leve que fuera. Por ello, cuando llegaba la hora de irse a dormir, lloraba desconsoladamente hasta que en la cueva no reinaba la oscuridad más absoluta. Los amigos de Bati intentaban animarle para que les acompañara en alguna de las excursiones, que de noche, hacían fuera de la cueva. Pero todos sus intentos habían sido inútiles. Pensaban por ello que Bati nunca sería capaz de salir de la cueva.

Cerca de La Cueva de los Murciélagos, vivía en mitad del bosque Yina, una minúscula hada, del tamaño de un puño, perteneciente a una noble familia de hadas, que desde hacía siglos, convivían en aquel lugar en perfecta armonía con todos los animales del bosque, incluidos los murciélagos. No obstante, las hadas tenían prohibido el acceso a La Cueva, pues corrían serio riesgo de perderse en su interior.

Una noche de luna llena, los padres de Bati habían salido a cenar insectos, dejando al pequeño murciélago a cargo de sus hermanos mayores. Sin embargo, éstos, viendo a Bati plácidamente dormido, decidieron también ellos salir a mover un poco las alas y de paso, poder contemplar el inmenso círculo blanco de luz que ofrecía la luna en el cielo. Porque al contrario que a Bati, a sus hermanos como a la mayoría de murciélagos, les fascinaba la tenue luz de la luna.

Yina, que también había salido esa noche de su casita de hadas, para disfrutar de la luna llena, se encontraba alegremente volando de una rama a otra entre las copas más altas de los árboles del bosque, cuando de repente oyó un llanto. Agudizó sus diminutas orejas, e inmediatamente cayó en la cuenta de que aquel llanto provenía de La Cueva de los Murciélagos.

Era Bati quien lloraba, pues acababa de despertarse, y encontrándose solo y viendo la luz de la luna que entraba dentro de la cueva, se sintió aterrorizado.

A pesar de que Yina como cualquier hada, conocía perfectamente la prohibición, no pudo evitar sentir curiosidad por aquel llanto que en sus orejitas, sonaba como una llamada desesperada de auxilio.

- ¿Quién eres?, ¿por qué lloras? -preguntó asomándose al interior de la cueva.
-¡Tengo mucho miedo! -acertó a responder Bati-. Me han dejado solo y con luz
-¿Con luz? -preguntó Yina sin poder entenderlo. A ella lo que más miedo le daba era que la dejaran a oscuras, pero no comprendía aquello de tener miedo si "te dejan con luz". Y olvidándose de la prohibición, entró en la cueva.

Yina casi no podía ver nada, pues sus ojos no se habían aún acostumbrado a la oscuridad, por lo que se dejó guiar por el sonido del llanto, que aunque parecía calmarse, se podía aún oír claramente. Llegó así hasta donde estaba Bati, quien con sus alas, trataba de cubrir sus ojos, por lo que no la vio llegar.

-¡Hola!, me llamo Yina; ¿tú cómo te llamas?

Bati, al oírla, se quitó las alas de los ojos y se sobresaltó al verla. Nunca antes había visto a un hada. Pronunció su nombre tan bajo, que sólo un hada como Yina pudo escucharlo. Y es que Yina, como todas las hadas, era capaz incluso de oír el silencio.

-¡Qué nombre más bonito! No tengas miedo Bati -dijo Yina con su voz más dulce-. Soy un hada buena; aunque mis padres dicen que no soy tan buena como debería ser. Y siempre dicen que mis hermanas son más buenas que yo... Y dime Bati: ¿por qué estás aquí solo?
-No lo sé. Mis padres salieron, pero habían encargado a mis hermanos que cuidaran de mí.
-¡Ah! -dijo entonces Yina-: deben de ser los murciélagos contra los que casi choco viniendo hacia aquí. ¡Iban como locos! Hablaban de ver la luna rápido antes de que volvieran sus padres. ¿A ti no te apetece ver la luna?

Bati, sólo de oír aquello, se encogió por el pánico.
-¡Ah, es verdad! -comprendió Yina-: me has dicho que tienes miedo a la luz. Es por eso, ¿no?
-Sí -respondió Bati avergonzado.- Me duelen los ojos con la luz.

Yina sabía que a los murciélagos no les gustaba para nada la luz del sol, pero nunca antes había conocido a uno como a Bati, que ni tan siquiera se atrevía a ver la luz de la luna. Sintió lástima por aquel pobre murciélago y pensó la forma de poder ayudarle.

-¿Sabes Bati? Tengo una idea; pero tendrás que confiar en mí. Cierra los ojos y deja que te ponga una cosa. ¿De acuerdo?

Bati no supo que contestar, pero casi inconscientemente cerró los ojos y notó entonces que Yina le estaba colocando algo que se apoyaba en sus orejas y en su nariz. Abrió los ojos y se dio cuenta que todo estaba mucho más oscuro que antes.

-¿Qué esto que me has puesto? -preguntó sorprendido
-Se llaman gafas de sol -respondió Yina-. Con ellas te prometo que podrás ver la luna y no te dolerán los ojos. ¿Vienes conmigo entonces?

Bati de nuevo no contestó, pero no dudó en salir volando detrás de Yina, que ya había iniciado el vuelo hacia el exterior.

-Tendrás que ser tú quien me guíe hacia la salida -le dijo a Bati-. Con razón nos tienen prohibido entrar en la cueva, porque ahora mismo estoy totalmente perdida.
-Tranquila Yina -dijo Bati de repente lleno de confianza, como nunca antes se había sentido-. ¡Es por aquí, sígueme!

Y así fue como Bati delante y Yina detrás, pegada a él, salieron al exterior.

-¿Qué te parece Bati? -le preguntó Yina apuntando con su mano a la luna.
-Es... -balbuceó Bati-, es...

Bati era incapaz de articular palabra. Era la primera vez que salía de su cueva y la primera vez por supuesto que veía la luna. ¡Y era tan enorme!

-¿Te gusta Bati?
-¡Sí! -consiguió al fin responder-. ¡Mucho!, ¡mucho!, ¡mucho!... –repitió una y otra vez entusiasmado.
-Mañana si quieres, vengo a buscarte de nuevo y la vemos otra vez juntos.
-¡Sííííííííííí! -respondió Bati.
- ¡Genial entonces! Pero ahora tienes que volver a la cueva. Si llegan tus papás y no te encuentran se pondrían muy nerviosos. Y mañana, no olvides pedirles permiso para venir conmigo.

Yina acompañó a Bati de nuevo hasta la entrada de la cueva y ahí ambos se despidieron. Cuando Bati se quedó solo, se dio cuenta de que no le había devuelto las gafas a Yina. Un pensamiento le vino entonces a la cabeza. Cerró sus ojos y se quitó las gafas. Después volvió a abrirlos y sin dudarlo se dirigió hacia la salida. A medida que se aproximaba a ella, iba aumentando la luz, pero Bati ya no sentía ningún miedo ni tampoco dolor alguno en sus ojos. Había dejado de ser un murciélago pequeño. ¡Por fin era grande como sus hermanos!