domingo, 15 de noviembre de 2015

Espejos

I - Uriel, antes de acostarse, contemplaba el espejo, sin preocuparle lo más mínimo, aquello que en él veía reflejado. Su verdadera preocupación no era otra que la de si aquel espejo y los otros dos que había adquirido aquella misma mañana en una tienda de antigüedades, los tres idénticos, encajaban en la decoración de su recién estrenada casa, una lujosa vivienda de dos plantas, ubicada en una de las zonas más codiciadas de la ciudad donde vivía.

“Estos espejos pertenecieron durante siglos a una familia de videntes, brujas y toda suerte de adivinos”, le habían dicho en la tienda. Sin embargo, según también le habían explicado, al morir su último propietario, fueron abandonados hasta que alguien, no se sabía muy bien cuándo ni cómo, se había hecho con ellos y después de algún tiempo, sin conocerse tampoco el motivo, había decidido venderlos. A partir de ese momento, los espejos fueron cambiando de dueños, hasta llegar por casualidad a la tienda. La propietaria de esta, nada más verlos, los reconoció al instante, pues había oído muchas historias sobre ellos, y no dudó en adquirirlos, aun cuando para ello hubo de pagar un alto precio. Uriel no sabía si esto último sería cierto o si se trataba de la típica treta de charlatán de feria, para justificar lo que le habían pedido por los tres espejos.

Con la incómoda sensación de no saber si se habría equivocado con su compra, se fue a dormir, albergando la esperanza de que al día siguiente, con la luz natural, su impresión pudiera ser distinta o que al menos, los otros dos espejos, lucieran mejor en las habitaciones donde los había colocado.


II- Uriel era incapaz de regular la temperatura del agua que salía de la ducha. ¡Maldita caldera! ¡Y maldito servicio técnico! Hacía más de una semana que les había llamado y seguían sin venir a repararla.

Se aclaró el cuerpo a toda prisa, salió del baño en albornoz y se dispuso a elegir la ropa con la que iría a la oficina aquel día. Uriel era máximo accionista y presidente de una empresa de comercio multinacional y su labor se limitaba a un mero acto de presencia, pues las decisiones estratégicas las tomaban sus directores de departamento. La empresa, en la actualidad, una de las más importantes del sector, la había heredado de su padre, quien de la nada, la había creado. En definitiva se trataba de una exitosa empresa familiar, donde sin embargo, la llegada de Uriel, había enrarecido un clima laboral hasta entonces excepcional. Su carácter prepotente y su estilo de mando, en absoluto motivador, habían llevado a que muchos de sus empleados le odiaran.

Malhumorado, Uriel se vestía a desgana, mirándose en el nuevo espejo, que seguía sin convencerle. El nudo de la corbata se le resistía, y a cada intento fallido, su irritación iba en aumento.

De repente, algo en el espejo, hizo que Uriel se frotara instintivamente los ojos. Un brillo indescriptible emanaba del mismo y no era ya su reflejo lo que en él se veía, sino el de Ana, su ex esposa, de la que se había separado hacía poco más de cuatro meses. Y junto al de ella, veía también el de su mejor amigo, Luis, con el que esa misma semana había discutido. Los dos se encontraban sentados en el interior de un bar. Ella vestía un suéter malva ajustado, que realzaba su hermoso busto. "Conmigo decías que no te sentaba bien", pensó Uriel, quien así, por un instante, se abstrajo de lo insólito de aquella situación.

-Te juro que le di más oportunidades de las que se merecía -explicaba Ana-. Una y otra vez quería convencerme a mí misma de que podría volver a ser la persona de la que me había enamorado y no el ogro amargado e insociable en el que se fue transformando. Y luego estaban los niños... Ellos le adoraban, aunque cada vez le tenían más miedo a esos arrebatos de ira suyos. Temía que un día pudiera hacerles daño de verdad, aunque él juraba que antes se cortaría la mano... Pero después, por cualquier tontería les pegaba. Decía que era yo la que los estaba mal educando consintiéndoles todo. ¡Mentira!
-Lo sé Ana. Y te entiendo perfectamente. Uriel no es el mismo desde hace tiempo. Ya te conté por teléfono que habíamos discutido por una estupidez. Eso hace años jamás hubiera pasado. En serio, no sé qué ha sido de aquella alegría y optimismo que siempre nos contagiaba... Y no soy el único que piensa así. Le intenté aconsejar que fuera a un psicólogo o a un psiquiatra y por eso fue por lo que se enfadó conmigo.

"¡Al loquero que vaya tu puta madre", masculló Uriel, que a punto estuvo de sacudirle un puñetazo al rostro de su amigo en el espejo. Más que el consejo, lo que le molestaba de verdad era verles tan pegados en aquella mesa. "Este Luis lo único que está pensando es cómo tirarse a Ana. ¡Cerdo traidor!". Y justo entonces, dio un respingo al ver que quienes ahora aparecían en el espejo, eran sus dos hijos: Mónica y Mateo.

Mónica, de doce años, estaba ayudando con los deberes a Mateo, cuatro años más pequeño. La habitación donde se encontraban, la reconoció de inmediato: no en vano era en la que durante años Uriel había pasado horas y horas de su infancia y adolescencia estudiando. "¿Qué coño están haciendo en casa de mi madre?", se preguntó sorprendido. Siempre había creído que sus hijos odiaban ir a casa de la abuela. Por ello casi nunca los llevaba a visitarla. Y ahora, tras haber con el divorcio renunciado voluntariamente a su custodia, se los encontraba allí tan felices.

-¿Crees que papá vendrá algún día a vernos? -preguntaba el pequeño a su hermana. Uriel sintió una punzada en su corazón.
-¡Ojalá lo hiciera Mate!, pero no creo que lo haga, la verdad. Papá es un egoísta que solo piensa en sí mismo -le respondió mientras acariciaba su cabeza. Una nueva punzada, aún más fuerte, hizo que Uriel se doblara de dolor sobre sus rodillas.

A duras penas trató de incorporarse. En el espejo, vio de nuevo solo el horrible nudo de su corbata. Se restregó con ambas manos la cara y por un momento dudó si volver a la cama. No lo hizo y se fue directo a la oficina. “Sólo estás cansado”, se dijo a sí mismo.


III- Después de haber pasado todo el día fuera de casa, cuando Uriel entró por la puerta, no pudo evitar sentir un ligero desasosiego. Había intentado alejar aquellas extrañas alucinaciones de su cabeza, pero no había hecho sino pensar una y otra vez en ellas. Antes de volver a su habitación quiso tranquilizarse, descalzándose primero y sirviéndose luego un par de lingotazos de whisky. Algo más relajado, con el vaso en la mano, subió las escaleras hacia la primera planta, donde se hallaban los dormitorios. Fue al pasar al lado de uno de ellos, cuando notó que de la estancia salía una corriente de aire frío. Al sentirla, se extrañó, pues nunca dejaba una ventana abierta y además aquella noche no hacía en absoluto fresco.

Encendió la luz de la habitación y fue cuando se percató que del despejo de esta, se desprendía aquel mismo extraño brillo que había visto por la mañana. El estrépito del vaso al romperse contra el suelo, hizo que saliera de su estado de parálisis. La curiosidad pudo más que el miedo y si bien muy despacio, se aproximó al espejo para asomar, aún más despacio, su rostro al mismo.

Se vio entonces sentado jugando con su hermano mayor, Míner, en la habitación que ambos compartían en la antigua casa de sus padres. En ella habían vivido antes de que su padre hubiera labrado con su empresa una enorme fortuna, de la que ahora disfrutaba Uriel, pues Míner, con solo catorce años, había fallecido tras una penosa enfermedad. Aunque por aquel tiempo tener sólo siete años, Uriel jamás había superado la pérdida de su hermano.

-¿Seguro que lo has entendido Uri? -le preguntaba Lícer mientras colocaba cuidadosamente las piezas de ajedrez.
-¡Que sí Mini! -protestó el pequeño Uriel-. ¡Colócalas de una vez!
-¡Tranquilo enano!; sólo quiero estar seguro de que no voy a abusar de ti -bromeó Míner.
-¡No me llames enano! -replicó Uriel aún más molesto-. 

Y lo cierto es que después de enseñarle, entre otras muchas cosas, a jugar al ajedrez, Uriel le había ganado un montón de veces, pero reviviendo ahora la escena, enterrada en el recuerdo, estaba aún más convencido de que no pocas de esas victorias, habían sido generosas concesiones por parte de Míner, quien le profesaba un amor infinito. Un amor como el que Uriel jamás volvería a sentir hacia su persona. Y del mismo modo que por la mañana, había experimentado indignación y rabia con la primera visión y culpabilidad con la segunda, ahora, le abrumaban la tristeza y la nostalgia. Llevaba tanto tiempo sin llorar, que cuando notó en su cara las lágrimas, se incorporó de un salto. Pasando por encima de los cristales rotos del vaso y sin importarle poder cortarse con ellos, se dirigió con paso firme al dormitorio donde le esperaba el tercero de los espejos.

No le sorprendió en absoluto verlo brillar nada más entrar. Uriel tomó aire profundamente, cerró los ojos y con ellos así, caminó hacia el espejo. Volvió a tomar aire y al abrir los ojos se encontró cara a cara con aquello que más pavor le producía: la muerte, su muerte.

Reconoció de inmediato la iglesia que aparecía en el espejo. Era en la que se habían casado él y Ana hacía trece años. Solo que ahora la veía completamente vacía, salvo por las tres personas que aparecían sentadas en el primer banco. A pesar de estar de espaldas, las figuras de Ana, Mónica y Mateo resultaban inconfundibles. Ana tenía el cabello mucho más corto, mientras que Mónica y Mateo eran dos jóvenes que superaban en altura a su madre, siendo Mateo el más alto de los tres. Frente al altar, un féretro, sencillo y sobrio, de madera oscura. No había ni una sola corona de flores. En ese momento, el sacerdote que estaba oficiando, se volvió a los presentes:
-¿Queréis alguno de vosotros pronunciar unas palabras antes de proseguir con la liturgia? -les preguntó.
-No -respondió de forma escueta Ana-. Prosiga.

La perspectiva visual de la escena cambió y fue cuando Uriel vio las caras de su mujer e hijos: ningún atisbo de lágrimas en sus ojos y sus rostros reflejaban más aburrimiento y fastidio, que tristeza o congoja. Aquello le dolió a Uriel mucho más que el hecho de que nadie de su empresa o de sus contados amigos, hubieran asistido a su funeral. Apretó con fuerza sus párpados, esperando con ello, poner fin a aquella desoladora visión. Al abrirlos se encontró a su familia ya fuera de la iglesia, en compañía de otras tres personas, los tres hombres. Uno de ellos era su amigo Luis, a quien veía cogido de la mano de Ana, mientras la besaba cariñosamente en los labios. "¡Maldito hijo de puta!, ¡qué buitre que eres!", gritó Uriel al espejo, como si Luis pudiera escucharle. No tardó luego en atar cabos con respecto a los otros dos personajes: eran las respectivas parejas de Mónica y Mateo. "¡Joder Mateo!", exclamó decepcionado al descubrir la homosexualidad de su hijo. Asistió a cómo se despedían unos de otros, con una alegría que contrastaba con lo que había presenciado antes. Se subieron tras ello a sus coches y abandonaron aquel lugar. "¿Pero dónde vais?", preguntó desesperado Uriel, al caer en la cuenta de que su ataúd había quedado abandonado en la iglesia. "¡Putos desagradecidos!", bramó con rabia, mientras cuatro extraños sacaban su féretro y lo introducían en un coche fúnebre. Uriel se sobresaltó con el ruido que produjo el portón trasero del coche al cerrarse. La visión se disipó y se encontró de bruces con su rostro. "¡Pues sí que tengo un poco cara de muerto!", ironizó al verse. Inspiró y exhaló unas cuantas veces, mientras se atusaba el cabello. Necesitaba otro buen trago de whisky, así que volvió a bajar al salón. Vencido por el cansancio y el alcohol, se quedó dormido en el sofá.


IV- La alarma de su móvil le despertó bruscamente. La cabeza le estallaba y al ponerse de pie, sus huesos crujieron. Emitió un bufido al tiempo que bostezaba. Fue directo a la cocina y mientras llenaba un vaso de agua con el que diluir un comprimido de paracetamol, marcó el número de su mujer.

-¡Buenos días, Ana!... No, no he estado de juerga en ninguna parte; es el puto aire acondicionado de la oficina, que ya sabes que me jode siempre la garganta. ¡Oye!, te llamaba para preguntarte una cosa. Verás: el otro día compré unos espejos para la casa y lo cierto es que me da pena devolverlos, pero por otro lado, no me acaban de convencer… Yaaaa... Que sí… Pero te digo que me da pena devolverlos y me preguntaba si igual los querrías tú; por supuesto te los regalo… ¡Sí, sí!; son preciosos, estilo clásico, como a ti te gusta… Bueno, si no quieres los tres puedo llamar a Luis, que seguro que uno por lo menos se lo pilla. Por cierto, ¿sabes algo de él? Es que esta semana tuvimos una pequeña discusión y no me ha vuelto a llamar… ¡Ah!, ¿no?, ya... Bueno, pues nada: ¿te mando entonces dos espejos, vale?... ¡Perfecto! El otro ya se lo mando a Luis, a ver si así se le pasa el enfado… Los niños bien, ¿verdad?... ¡Genial!... ¡Venga!, cuídate y dales un beso muy fuerte de mi parte. ¡Ciaaaao!

Cuando colgó, sonrió con malicia al buscar en Google el número de una agencia de transporte. "Espejito, espejito mágico, ¿quién es el más cabrón del reino?", canturreó mientras marcaba...

jueves, 28 de mayo de 2015

El Cuento de Nunca Acabar


Aquella mañana, Pinocho se había despertado con la extraña sensación de que algo raro le había ocurrido durante la noche. Corrió por ello a mirarse en el espejo que había encontrado el día anterior tirado en el bosque encantado, y comprobó con sorpresa que aquellas orejas pegadas a su cabeza no eran las suyas, sino que parecían más bien las de un cervatillo.

-¡Bambi! –gritó al instante al reconocer las diminutas orejas de su gran amigo.

Descolgó entonces el teléfono y marcó sin dudar el número de Papá Pitufo. Porque si alguien podía ayudarle era el anciano pitufo.

-¡Papá Pitufo! –dijo al reconocer la voz al otro lado del teléfono-. ¡No te vas a creer lo que me ha ocurrido esta noche mientras dormía! ¡Y te juro que no me crecerá la nariz cuando te lo diga!... 

No pudo contarle más, porque Papá Pitufo le interrumpió para decirle que nada de lo que pudiera contarle,  le sorprendería, porque no era el primero que aquella mañana le había llamado, contándole cosas increíbles. El primero en hacerlo había sido el Lobo Feroz, que al levantarse de la cama, se había caído al suelo de lo alta que estaba. En realidad no es que la cama estuviera alta: ¡es que él se había vuelto enano! Tan enano como Pulgarcito, que precisamente fue el siguiente en llamarle. Bueno, lo cierto es que no le había llamado un Pulgarcito, sino que habían sido siete, uno tras otro. ¡Siete pulgarcitos!

Pinocho no podía dar crédito a lo que Papá Pitufo le estaba contando, pero aún había más, mucho más. El Capitán Garfio se había despertado encontrándose en su mano con una flauta en lugar del  garfio. De modo que cuando quiso rascarse la nariz, la flauta sonó y su casa se había llenado de ratas. Pensó que aquello habría sido cosa del bromista del Flautista de Hamelín, pero cuando le llamó para reclamar su garfio, resulta que este no sólo no sabía de qué le hablaba, sino que estaba sumamente enojado, porque tenía su habitación tan llena de sombreros que no podía salir de ella. 

Papá Pitufo según le confesó a Pinocho, pensó entonces que todo sería obra de algún hechizo del Sombrerero Loco, pero que nada más pensarlo, fue justo el Sombrerero Loco el siguiente en llamarle muy alarmado, porque Alicia se había empeñado en ir al bosque con una cestita para su abuelita. ¡Y Alicia no tenía abuelita!

Tras el Sombrerero Loco, la siguiente llamada que había recibido Papá Pitufo había sido la de los tres cerditos. ¡Estaban encerrados bajo llave en la casa de la bruja del bosque! ¡La que no dejaba de molestar a Hansel y Gretel! Pero no había rastro ni de la bruja ni de los dos hermanos.

Llegados a ese punto, Pinocho ni se inmutó cuando Papá Pitufo le contó que se había también enterado que Caperucita había perdido un zapato de cristal, que Cenicienta había caído dormida después de comer una manzana y que Blancanieves no encontraba por ninguna parte el espejo mágico de su madrasta. 

-¡El espejo! –cayó de pronto en la cuenta Pinocho-. ¡Descuida Papá Pitufo!: tengo la solución para poner fin a este cuento de nunca acabar.

Corrió a su habitación, descolgó el espejo y salió corriendo a buscar a Blancanieves. A la mañana siguiente, todo volvería a ser como antes. 



Carla y Hugo Juegan al Escondite (Relato para niños)



Carla y Hugo jugaban alegremente en el recreo al escondite. Carla no sabía cómo, pero Hugo acababa siempre por encontrarla, mientras que a ella, le costaba horrores dar con él, cuando era su amigo quien se escondía. Era precisamente ese el motivo por el que Hugo prefería jugar con Carla al escondite. Porque en el resto de juegos, era ella la que siempre le ganaba. 

Mientras contaba de nuevo apoyada en una pared, de espaldas al patio, Carla en su cabecita, maquinaba cómo ingeniárselas para por primera vez, ser ella la que le encontrara. ¿Dónde se habría escondido en esta ocasión?: ¿detrás de la papelera?, ¿tal vez debajo del tobogán?, ¿quizás dentro de la casita de madera?...

Se le ocurrió entonces una forma de hacer que Hugo se descubriera a sí mismo. Así, cuando finalizó la cuenta, fingió que comenzaba a buscarle, pero de improviso, se dejó caer al suelo, como si se hubiera desmayado. Nada más lejos de la realidad, porque mientras permanecía tirada en suelo, con los ojos entreabiertos, en realidad esperaba paciente a que su plan diera resultado. ¡Y así fue! Hugo, que desde su escondite se quedó boquiabierto viendo cómo Carla caía desplomada, salió corriendo hacia ella, lo que fue aprovechado de inmediato por Carla, para levantándose de un salto, tocar en la pared gritando: ¡por Hugo!

El pobre Hugo no se lo podía creer. En un segundo pasó de la preocupación al mayor de los enfados. Su amiga le había dado un susto de muerte y aquello no tenía ninguna gracia. Carla, que vio en la cara de Hugo, primero la expresión de pánico con la que corrió a su encuentro y luego la de enojo, se dio cuenta de que se había comportado muy mal.

Arrepentida, le pidió perdón al tiempo que le daba un beso en la mejilla y le preguntaba si quería un vaso de agua. Recordaba que su madre siempre le daba un vaso de agua cuando ella se llevaba un buen susto. Hugo aceptó el ofrecimiento, porque además tenía sed. Carla corrió entonces a por un par de vasos de agua. Llevaban un buen rato jugando y no habían bebido nada hasta entonces, así que ella también estaba sedienta.

Los dos niños se sentaron saboreando el agua fresca y de paso, descansando un poco y retomando fuerzas, pues todavía faltaban algunos minutos para volver a clase. Carla, al acabar su vaso, sintió entonces que con el agua, se le había abierto también el apetito. Lo peor era que precisamente ese día, a su mamá, se le había olvidado meterle en la mochila, el bocadillo para el recreo.

Y justo el momento en el que Hugo, al que ya se la había pasado el enfado, le ofrecía un pedacito de su bocadillo, Carla oyó una voz que reconoció al instante:
-¡Mami! -gritó corriendo hacia la valla que rodeaba el patio del recreo, mientras su madre, con una sonrisa de oreja a oreja, sacaba del bolso, su bocadillo.
Carla lo desenvolvió a toda prisa y su sorpresa fue aún mayor cuando vio lo que había dentro del pan:
-¡Nocilla!
Dio un beso de despedida a su mamá y corrió de nuevo hacia Hugo. 
-¿Quieres un poco? -le dijo.
Hugo sonrió y comió un buen bocado.
-¡Venga Carla! Te toca esconderte.
-No Hugo. Me toca volver a contar. Antes hice trampas. Te prometo que nunca más las haré.
Y con el bocadillo en una mano y con la otra tapándose los ojos, Carla inició de nuevo la cuenta:
-Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... ¡Allá voy!



miércoles, 27 de mayo de 2015

Más de doscientos gatos... y Remolón (Cuento para niños)



En una casa, tan maravillosa como un palacio y tan grande como un castillo, vivía una hermosa joven, Beatriz, en compañía de sus más de cien gatos. En realidad, sólo ella sabía con exactitud cuántos eran. A cada uno de ellos les había puesto nombre y los reconocía a todos, sin equivocarse jamás.
Día tras día, antes de irse a dormir, uno tras otro, todos los gatos saltaban a su cama para darle el lametazo de buenas noches, a lo que Beatriz con un beso respondía:
-Buenas noches Lucero..., buenas noches Raspas..., buenas noches Nube..., buenas noches Esmeralda..., buenas noches Chispitas..., buenas noches Negrito..., buenas noches Sisí... y así, del primero al último. Y ese último, día tras día, era siempre el mismo: Remolón.

Una noche de tormenta, cuando Beatriz estaba en la cama, recibiendo los lametazos de sus gatos, ocurrió algo inesperado:
-... buenas noches Tigre..., buenas noches Buenín..., buenas noches Boss..., buenas noches Remolón... ¿Remolón?... ¡Remolóóóón!
Pero Remolón no respondía. Beatriz, desesperada, buscó por todos los rincones de la casa sin dar con él. Angustiada, salió al jardín, llamándole en mitad de la tormenta sin recibir respuesta.
Preocupada, volvió a la casa y dijo a sus gatos:
-Iros ahora mismo a dormir. Mañana, con el primer rayo de sol, saldremos todos en búsqueda de Remolón.
Beatriz se pasó toda aquella noche dibujando en pequeños trozos de papel, el retrato de Remolón y debajo de éste, su número de teléfono junto al nombre del gato. Cuando todos los gatos estuvieron despiertos, les dio a cada uno de ellos un trozo de papel y les dijo:
-Llevad por todas partes el retrato de Remolón y dejadlo en un lugar bien visible, para que así, si alguien lo reconoce, pueda avisarnos.
Los gatos hicieron lo que Beatriz les había pedido y llenaron los caminos y los bosques con el retrato de Remolón. Sin embargo, pasaron los días, y Remolón seguía sin aparecer. En la casa, los gatos y Beatriz estaban cada vez más tristes y comenzaban a creer que no volverían a ver a Remolón.

Una mañana muy temprano, cuando ya casi habían perdido toda esperanza, Beatriz oyó sonar su teléfono. El corazón le dio un vuelco, porque no era normal que alguien llamara tan temprano.
-¿Diga? -contestó al teléfono-. ¿Cómo?... ¿De verdad?... ¡Sí, se llama Remolón!... ¡Ahora mismo voy a buscarlo!... ¿Me puede dar su dirección?
Beatriz no cabía en sí de alegría. ¡Remolón había aparecido! Un señor le acababa de llamar para decirle que había reconocido, gracias a uno de sus retratos, a un gato, que en una noche de tormenta, había llegado a su casa, y que dado que él tenía también más de cien gatos, decidió quedarse con él.
Beatriz comunicó de inmediato la feliz noticia a sus gatos, quienes al oírla, estallaron en maullidos de alegría.
-No os mováis de casa hasta que no vuelva con Remolón -les dijo antes de salir.
Cuando Beatriz llegó a la dirección que había apuntado, se encontró delante de una preciosa casa, rodeada por un florido césped, en el que jugaban tantos gatos que Beatriz no podía contarlos. Llamó al timbre y al abrirse la puerta, un apuesto joven apareció ante ella.
-Buenos días, tú debes de ser Beatriz -le dijo con una amplia sonrisa, mientras le tendía la mano-. Yo soy Félix.
-¡Encantada! -respondió Beatriz estrechándole la mano.
-¡Pasa! -le invitó Félix-. Remolón está tumbado en el sofá del salón. Desde que llegó no se mueve de él, nada más que para salir a tomar un poco el sol y estirar la patas.
Beatriz siguió a Félix por el pasillo hasta llegar al salón, donde tal y como él le había dicho, se encontró con Remolón, quien nada más verla, se lanzó a sus brazos.
-¡Remolón! -gritó Beatriz llorando de alegría- ¡Qué susto nos has dado!
Beatriz se despidió de Félix, dándole las gracias e invitándole a que fuera al día siguiente a su casa a tomar el café, y que por supuesto, no dejara de llevar con él a todos sus gatos.

Y así fue como Félix y sus más de cien gatos comenzaron a visitar a Beatriz y los suyos, hasta que un buen día, el apuesto joven y la hermosa mujer decidieron casarse. Y desde entonces fueron muy felices en compañía de sus más de doscientos gatos. En realidad, sólo los jóvenes esposos sabían con exactitud cuántos eran en total. Y día tras día, antes de irse a dormir, uno tras otro, todos los gatos saltaban a su cama para darles a los dos el lametazo de buenas noches, a lo que ellos con un beso respondían a coro:
-Buenas noches Príncipe..., buenas noches Lunita..., buenas noches Campanilla..., buenas noches Tragoncete..., buenas noches Rayas..., buenas noches Lulú..., buenas noches Primavera... y así, del primero al último. Y ese último, día tras día, era siempre el mismo: Remolón.

jueves, 14 de mayo de 2015

Cuatro escenas infantiles



El sombrero saltarín

En un viejo armario de madera, convivían zapatos, abrigos, trajes, camisas, corbatas y sombreros. Todos tenían su propio espacio dentro del armario y a ninguno se le ocurría salirse de él. De vez en cuando alguno abandonaba el armario y en su lugar aparecía algún inquilino nuevo. Cuando esto ocurría, los más viejos se encargaban de explicarle las normas de comportamiento al recién llegado, quien rápidamente se adaptaba a la tranquilidad y paz que reinaba en el viejo mueble.

Un día sin embargo, llegó un nuevo sombrero que puso el armario patas arriba.
-¡Bienvenido sombrero! -le recibió el abrigo más anciano-. ¿Cómo te llamas?
-Todos me llaman el sombrero saltarín -respondió alegremente el sombrero.
-¡El sombrero saltarín! -gritaron despavoridos todos al unísono dentro del armario.

Y sin apenas tiempo para añadir nada más, vieron aterrorizados cómo el sombrero saltaba en medio de las camisas, arrugándolas. No satisfecho, saltó aún con mayor fuerza para colarse entre los abrigos, haciendo que uno de ellos cayera de su percha. El pánico se había apoderado de todos, que gritaban protestando, sin que el sombrero saltarín se detuviera.

Al final tuvieron que ser un par de botines de piel los que pusieran orden. Cuando el sombrero saltaba entre los zapatos, uno de los botines lo atrapó con su puntera mientras el otro lo lanzó de un puntapié al sitio que el sombrero saltarín debía ocupar.

-¡No te muevas de ahí hasta que no vengan a por ti! -le dijeron muy serios.
-Lo siento, no quería molestaros. Es que soy un sombrero saltarín y no puedo evitarlo -dijo el sombrero arrepentido.
-Pues intenta al menos saltar sin molestar a nadie, ¿de acuerdo? -le sugirieron los botines.
-¡De acuerdo! -contestó feliz el sombrero. Y de un salto se fue a juguetear con las corbatas.


El reloj desconfiado

En la relojería, todos los relojes confiaban en el reloj maestro, que era quien marcaba la hora exacta y todos los demás relojes, adelantan o retrasaban sus agujas para marcar la misma hora que el reloj maestro. Todos menos uno: un reloj de cucú, que desconfiaba de la hora que marcara cualquier otro reloj, incluido el reloj maestro. Aquella desconfianza provocaba numerosas discusiones, cuando el relojero de noche se iba a su casa, cerrando con llave la relojería. La escena era siempre la misma, que se repetía día tras día:
-¿Qué hora es maestro? -preguntaba un reloj.
-Son las ocho y un minuto de la tarde -respondía el reloj maestro.
-¡Gracias! -respondían todos los relojes, al tiempo que corregían su hora, en el caso de que no fuera la misma que la del maestro.
-¿Seguro que son las ocho y un minuto? -preguntaba entonces el reloj desconfiado.
-Seguro -respondía el reloj maestro, quien ya esperaba la pregunta-. Hace un minuto que deberías haber sacado al cucú para que cantara las ocho de la tarde.
-¿Seguro? -insistía aún el reloj desconfiado.
-Seguro -respondía pacientemente el reloj maestro-. No seas tan desconfiado y mira al resto, que todos marcan ya la misma hora.
El reloj desconfiado miraba al resto de relojes, viendo sin embargo que todos marcaban las ocho y dos minutos.
-Maestro -decía entonces-: ¿por qué si dices que son las ocho y un minuto todos los relojes marcan las ocho y dos minutos?

El maestro suspiraba entonces y no podía evitar pensar si además de desconfiado, a aquel reloj le fallaba alguna corona en su cabecita. Aun así, respondía con toda la delicadeza de que era capaz:
-Por la misma razón por la que si no sacas ya al cucú y te pones en hora, dentro de un minuto, verás que todos marcan las ocho y tres minutos.


Los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte

Como cada día al oscurecer, Foxy, un gato naranja con aspecto de pequeño tigre, husmeaba entre los contenedores de la basura, en busca de algún resto de comida que poderse llevarse a la panza. En estas estaba, cuando al apartar de un zarpazo unos andrajosos zapatos de ante que le impedían el paso, éstos protestaron enérgicamente:
-¡Oye!, ¡ten cuidado!
Foxy, que en sus cinco vidas anteriores, nunca había escuchado a unos zapatos hablar, al oír aquella voz, se erizó por completo, poniéndose en guardia como si fuera un puerco espín.
-¿Quiénes sois vosotros?, ¿cómo es que podéis hablar? -les preguntó sin bajar la guardia.
-Relájate minino. Somos los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte.
-¿Que sois qué? -preguntó Foxy ahora más curioso.
-Lo que has oído. ¿O eres el único gato que no tiene buen oído? Somos los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte.
-¿A cualquier parte? -repitió Foxy sorprendido.
-¡Oye!, ¿sabes que para ser un gato, tienes la cabeza llena de serrín como un perro faldero? ¡Sí!, a cualquier parte. Si no fuera así nos llamaríamos los zapatos de ante que no te llevan a cualquier parte, ¿no te parece? -preguntaron con sorna los zapatos
-No os entiendo -dijo Foxy moviendo la cabeza.
-¡Madre mía! -rieron los zapatos-. Realmente eres un gato de lo más extraño. A ver, dinos minino: ¿a dónde te gustaría ir?
-¿Que a dónde me gustaría ir? -repitió una vez más Foxy.
-¿Vas a repetir todo lo que decimos? -preguntaron los zapatos ahora ya un poco molestos.
-¿Por qué?

Los zapatos ya no sabían si dejarlo pasar o si darle otra oportunidad a aquel gato que parecía tan corto de luces. Optaron por un último intento:
-¡Olvídalo!, cálzanos en tus patas traseras, dinos dónde te gustaría ir, cierra los ojos y en menos de un miau, cuando vuelvas a abrirlos, estarás allí.

Foxy pensó que por probar no perdía nada, así que hizo lo que los zapatos le indicaban que hiciera: se los colocó con facilidad en sus patas posteriores, pues le quedaban enormes, cerró los ojos, dijo en voz alta a dónde le gustaría ir y cuando los volvió a abrir, se encontró exactamente en ese lugar. ¿Te imaginas cuál? Piensa como un gato y acertarás.


Un caramelo de metal

Cuando se apaga la luz, la mamá, si a su niña quiere dormir, esta dulce nana le tiene que cantar:

"En una bolsa llena de caramelos,
se esconde un caramelo de metal.
Todos los caramelos saben genial,
todos menos el caramelo de metal.
Todos los caramelos se pueden masticar,
pero pobre del niño que mastique,
el único caramelo de metal.
Por eso mamá siempre dice,
que si los dientes quieres salvar,
los caramelos has de saborear,
nunca masticar y mucho menos tragar.
¿Quién podría tragar
una pelotita de metal?"

Cuando se apaga la luz, la mamá, si a su niña quiere dormir, esta nana le volverá a cantar.

miércoles, 13 de mayo de 2015

El Pingüi (Cuento para niños)



En lo más alto de una montaña, un gitanillo llamado Esteban, corría feliz y sin descanso de un lado a otro. Era su escondite preferido para jugar. Allí recogía toda clase de piedras que luego llevaba a su casa para clasificarlas por tamaño, color, peso... Aquella afición suya sacaba de quicio a su madre, cansada de andar tropezando por todas partes con las "dichosas piedras", cada vez que limpiaba por casa. En realidad su madre se enojaba por cualquier tontería y cuando eso ocurría, lo único que conseguía calmarla, era un buen flan de chocolate. Por esa razón, Esteban y su padre, por nada del mundo se olvidaban de tener siempre llena la nevera de flanes de chocolate.

Esteban, al contrario que todos sus amigos, no tenía hermanos. Era el único hijo que habían tenido sus padres: la Anita y el Guindilla, que era como se les conocía a ambos en el clan gitano al que pertenecían.

La Anita era una mujer capaz de hacer sombra a un elefante. Pero desde niña la habían llamado así y luego a nadie se le ocurrió llamarla de otro modo, cuando se fue transformando en una mujer capaz de devorar sin despeinarse, una docena de flanes de chocolate.

Al Guindilla por su parte, el mote sí que le venía como anillo al dedo, pues era un hombre tremendamente nervioso, que miraba constantemente a un lado y a otro, como si buscara siempre a alguien, y que sólo conseguía tranquilizarse cuando juntaba botones. Era una extraña manía que irritaba a Anita casi tanto como la de coleccionar piedras de Esteban. Sin embargo a ella le parecía lo más normal del mundo, tener su habitación llena de ositos de peluche. Y así, entre piedras, botones y ositos de peluche había crecido Esteban, aunque lo que se dice crecer, no es que hubiera crecido mucho.

Una tarde, su padre se encontraba recogiendo la miel de las colmenas que tenía en la cuadra, cuando oyó a la Anita llamarle con voz enfadada, lo que tampoco era extraño:
-¡Antonio! -pues era así como en realidad se llamaba El Guindilla.
-¿Qué quieres Anita? -le respondió éste a desgana.
-Ya está la cena y Esteban sigue sin bajar de arriba...
-¿Qué problema habrá en eso mis queridas amigas? -preguntó El Guindilla dirigiéndose en voz baja a sus amadas abejas-. El problema y lo raro es que siguiera sin bajar de abajo..., ¿no creéis? –dijo riéndose él mismo de su ocurrencia.
-¡Antonio! -volvió a insistir la Anita aún más crispada.
-¡Ya voy Anita, ya voy! -respondió en esta ocasión el Guindilla-. Me parece que hoy vamos a tener que cenar todos flan de chocolate -dijo volviéndose nuevamente a sus abejas para añadir-: Sed buenas y no os alejéis mucho cuando salgáis a buscar flores. ¡Y cuidado con las telarañas!

Cuando salió fuera de la cuadra se dio cuenta que llovía a mares. En la cuadra había al menos media docena de paraguas, pero él, que jamás utilizaba uno, prefirió mojarse antes que coger uno.

-Este Esteban mío -pensó para sus adentros-. No le tiene miedo ni a una tormenta. En eso ha salido al abuelo. No ha habido nunca un gitano más valiente que el abuelo…

Llegó en apenas un par de minutos al lugar donde se encontraba Esteban. Lo halló como no podía ser de otro modo, llenando su mochila con piedras que luego clasificaría al llegar a casa.

-¡Esteban! -le llamó-. ¡Vamos! Tu madre tiene la cena encima de la mesa, y ya sabes que no conviene enfadarla haciéndola esperar.
-¡Voy “papa”! -obedeció éste al instante cerrando su mochila.

Bajaban padre e hijo empapados por la lluvia escuchando a lo lejos los gritos de la Anita, que seguía llamándoles sin cesar, cuando Esteban se volvió de repente a su padre y con voz muy seria le dijo:
-“Papa”, ya sé cuál quiero que sea mi mote.
-¿Tu mote?
-Sí, a ti te llaman El Guindilla, ¿no?
-Sí, pero a mí me lo pusieron; no lo elegí yo.
-Pues yo quiero que me llamen El Pingüino
-¿El Pingüino?; ¿y eso?
-Porque me gustan los pingüinos...
-¡Pero si en tu vida has visto uno! ¿Cómo te van a gustar?
-¡Que sí “papa”!, ¡que los he visto en la tele! Y son tan pequeños como yo...

El Guindilla no pudo contener la risa por semejante ocurrencia. Pero viendo la cara aún muy seria de su hijo, le acarició la cabeza y besando sus largos cabellos, tan negros como la cabeza de un pingüino, con aire solemne dio por concluida la discusión:
-¿Sabes Esteban? Me has convencido. Me gusta: ¡El Pingüi!

-¡El Pingüi! -repitió Esteban ilusionado-. ¡Sííííííí!


La Cueva de los Murciélagos (Cuento para niños)



Bati era un pequeño murciélago que vivía en el interior de una cueva, que era conocida como La Cueva de los Murciélagos. Bati nunca había visto ni tan siquiera la luz de la luna. Tenía auténtico pavor a la luz, por leve que fuera. Por ello, cuando llegaba la hora de irse a dormir, lloraba desconsoladamente hasta que en la cueva no reinaba la oscuridad más absoluta. Los amigos de Bati intentaban animarle para que les acompañara en alguna de las excursiones, que de noche, hacían fuera de la cueva. Pero todos sus intentos habían sido inútiles. Pensaban por ello que Bati nunca sería capaz de salir de la cueva.

Cerca de La Cueva de los Murciélagos, vivía en mitad del bosque Yina, una minúscula hada, del tamaño de un puño, perteneciente a una noble familia de hadas, que desde hacía siglos, convivían en aquel lugar en perfecta armonía con todos los animales del bosque, incluidos los murciélagos. No obstante, las hadas tenían prohibido el acceso a La Cueva, pues corrían serio riesgo de perderse en su interior.

Una noche de luna llena, los padres de Bati habían salido a cenar insectos, dejando al pequeño murciélago a cargo de sus hermanos mayores. Sin embargo, éstos, viendo a Bati plácidamente dormido, decidieron también ellos salir a mover un poco las alas y de paso, poder contemplar el inmenso círculo blanco de luz que ofrecía la luna en el cielo. Porque al contrario que a Bati, a sus hermanos como a la mayoría de murciélagos, les fascinaba la tenue luz de la luna.

Yina, que también había salido esa noche de su casita de hadas, para disfrutar de la luna llena, se encontraba alegremente volando de una rama a otra entre las copas más altas de los árboles del bosque, cuando de repente oyó un llanto. Agudizó sus diminutas orejas, e inmediatamente cayó en la cuenta de que aquel llanto provenía de La Cueva de los Murciélagos.

Era Bati quien lloraba, pues acababa de despertarse, y encontrándose solo y viendo la luz de la luna que entraba dentro de la cueva, se sintió aterrorizado.

A pesar de que Yina como cualquier hada, conocía perfectamente la prohibición, no pudo evitar sentir curiosidad por aquel llanto que en sus orejitas, sonaba como una llamada desesperada de auxilio.

- ¿Quién eres?, ¿por qué lloras? -preguntó asomándose al interior de la cueva.
-¡Tengo mucho miedo! -acertó a responder Bati-. Me han dejado solo y con luz
-¿Con luz? -preguntó Yina sin poder entenderlo. A ella lo que más miedo le daba era que la dejaran a oscuras, pero no comprendía aquello de tener miedo si "te dejan con luz". Y olvidándose de la prohibición, entró en la cueva.

Yina casi no podía ver nada, pues sus ojos no se habían aún acostumbrado a la oscuridad, por lo que se dejó guiar por el sonido del llanto, que aunque parecía calmarse, se podía aún oír claramente. Llegó así hasta donde estaba Bati, quien con sus alas, trataba de cubrir sus ojos, por lo que no la vio llegar.

-¡Hola!, me llamo Yina; ¿tú cómo te llamas?

Bati, al oírla, se quitó las alas de los ojos y se sobresaltó al verla. Nunca antes había visto a un hada. Pronunció su nombre tan bajo, que sólo un hada como Yina pudo escucharlo. Y es que Yina, como todas las hadas, era capaz incluso de oír el silencio.

-¡Qué nombre más bonito! No tengas miedo Bati -dijo Yina con su voz más dulce-. Soy un hada buena; aunque mis padres dicen que no soy tan buena como debería ser. Y siempre dicen que mis hermanas son más buenas que yo... Y dime Bati: ¿por qué estás aquí solo?
-No lo sé. Mis padres salieron, pero habían encargado a mis hermanos que cuidaran de mí.
-¡Ah! -dijo entonces Yina-: deben de ser los murciélagos contra los que casi choco viniendo hacia aquí. ¡Iban como locos! Hablaban de ver la luna rápido antes de que volvieran sus padres. ¿A ti no te apetece ver la luna?

Bati, sólo de oír aquello, se encogió por el pánico.
-¡Ah, es verdad! -comprendió Yina-: me has dicho que tienes miedo a la luz. Es por eso, ¿no?
-Sí -respondió Bati avergonzado.- Me duelen los ojos con la luz.

Yina sabía que a los murciélagos no les gustaba para nada la luz del sol, pero nunca antes había conocido a uno como a Bati, que ni tan siquiera se atrevía a ver la luz de la luna. Sintió lástima por aquel pobre murciélago y pensó la forma de poder ayudarle.

-¿Sabes Bati? Tengo una idea; pero tendrás que confiar en mí. Cierra los ojos y deja que te ponga una cosa. ¿De acuerdo?

Bati no supo que contestar, pero casi inconscientemente cerró los ojos y notó entonces que Yina le estaba colocando algo que se apoyaba en sus orejas y en su nariz. Abrió los ojos y se dio cuenta que todo estaba mucho más oscuro que antes.

-¿Qué esto que me has puesto? -preguntó sorprendido
-Se llaman gafas de sol -respondió Yina-. Con ellas te prometo que podrás ver la luna y no te dolerán los ojos. ¿Vienes conmigo entonces?

Bati de nuevo no contestó, pero no dudó en salir volando detrás de Yina, que ya había iniciado el vuelo hacia el exterior.

-Tendrás que ser tú quien me guíe hacia la salida -le dijo a Bati-. Con razón nos tienen prohibido entrar en la cueva, porque ahora mismo estoy totalmente perdida.
-Tranquila Yina -dijo Bati de repente lleno de confianza, como nunca antes se había sentido-. ¡Es por aquí, sígueme!

Y así fue como Bati delante y Yina detrás, pegada a él, salieron al exterior.

-¿Qué te parece Bati? -le preguntó Yina apuntando con su mano a la luna.
-Es... -balbuceó Bati-, es...

Bati era incapaz de articular palabra. Era la primera vez que salía de su cueva y la primera vez por supuesto que veía la luna. ¡Y era tan enorme!

-¿Te gusta Bati?
-¡Sí! -consiguió al fin responder-. ¡Mucho!, ¡mucho!, ¡mucho!... –repitió una y otra vez entusiasmado.
-Mañana si quieres, vengo a buscarte de nuevo y la vemos otra vez juntos.
-¡Sííííííííííí! -respondió Bati.
- ¡Genial entonces! Pero ahora tienes que volver a la cueva. Si llegan tus papás y no te encuentran se pondrían muy nerviosos. Y mañana, no olvides pedirles permiso para venir conmigo.

Yina acompañó a Bati de nuevo hasta la entrada de la cueva y ahí ambos se despidieron. Cuando Bati se quedó solo, se dio cuenta de que no le había devuelto las gafas a Yina. Un pensamiento le vino entonces a la cabeza. Cerró sus ojos y se quitó las gafas. Después volvió a abrirlos y sin dudarlo se dirigió hacia la salida. A medida que se aproximaba a ella, iba aumentando la luz, pero Bati ya no sentía ningún miedo ni tampoco dolor alguno en sus ojos. Había dejado de ser un murciélago pequeño. ¡Por fin era grande como sus hermanos!



lunes, 27 de abril de 2015

El Arcoíris en el Jardín (Relato para niños)



Jony era un niño alegre y despierto, que acababa de cumplir nueve años y al que le encantaba ir al colegio y aprender cada día cosas nuevas. Cuando volvía a casa, lo primero que hacía siempre, era contarle a su madre lo que había aprendido ese día. Su mamá le escuchaba con suma atención. Estaba orgullosa de Jony y no había nada en el mundo que le importara más que su hijo. Por desgracia Jony había perdido a su padre cuando era muy pequeño y por ello, su madre, hacía todo lo posible para que Jony no echara en falta la ausencia de su papá. Jony, que casi no lo recordaba, a veces le preguntaba sobre su padre y ella entonces le contaba cosas, que Jony escuchaba con los ojos cerrados, como intentando memorizarlas y que así nunca se le pudieran olvidar.
-¿Sabes Jony? -le había dicho en una ocasión-. Tu papá jamás me dijo una mentira. No soportaba las mentiras ni a los mentirosos. Tú debes hacer como él. ¿Me lo prometes?
-¡Claro mamá! -le contestó él-. Seré como papá. Te lo prometo.

Aquella tarde, cuando Jony llegó a casa, a su madre le extrañó verle triste.
-¿Qué te ocurre cariño? -le preguntó.
Jony le confesó la verdad:
-El profe me ha castigado.
-¿Te ha castigado?, ¿por qué?
Su madre no se lo podía creer. Era la primera vez que ocurría. Jony era un niño que siempre obedecía, hacía sus deberes y nunca se peleaba con nadie.
-Porque ha dicho que no se pueden decir mentiras en clase.
-¿Que no se pueden decir mentiras en clase?, ¿y tú las has dicho?
Aquello ahora sí que ya no tenía ningún sentido. Jony jamás había faltado a su promesa: jamás había mentido, ni a ella, ni a nadie.
-No mamá, te juro que no he dicho ninguna mentira.
-¿Y entonces Jony?: ¿por qué el profesor piensa que le has mentido?
-Porque le he dicho que en el jardín de mi casa, jugamos a bañarnos debajo del arcoíris.
La mamá de Jony sonrió entonces al comprender lo que había pasado. Y decidió que a la mañana siguiente, iría a hablar sin falta con el profesor de su hijo.

El profesor de Jony, era un hombre apuesto, muy educado con todos los padres que acudían a hablar con él. A veces era él quien les llamaba para que fueran a verle, si sus hijos no se portaban bien o creía que no se esforzaban en clase lo suficiente y otras, eran los propios padres quienes iban por su cuenta para interesarse por cómo iban y se comportaban sus hijos. La madre de Jony era de éstas últimas. Habían hablado en más de una ocasión e incluso habían tomado algún café juntos después del colegio. El profesor de Jony era también viudo y tenía un hijo de la misma edad que Jony, que se llamaba Manu. Jony y Manu eran muy amigos y jugaban siempre juntos en el recreo.

A la mañana siguiente, tal y como había decidido, nada más dejar a Jony en el patio del colegio, su madre se dirigió al despacho del profesor.
-Buenos días José Luis, ¿tienes un minuto antes de ir a clase? -le preguntó, picando a la puerta de su despacho.
-¡Adelante Susana!, ¡qué sorpresa!, ¡faltaría más!, ¿qué ocurre?
Susana entró en el despacho y se sentó en una de las sillas reservadas para las visitas. Fue directamente al grano.
-¿Por qué has castigado a Jony?
-¡Ah!, ¿es por eso? Si tampoco le he castigado en serio. Simplemente le he dicho que esta semana no podría ser él quien responda el primero a mis preguntas en clase. Que ya sabes que Jony es siempre el primero en levantar la mano cuando pregunto y además luego nunca falla la respuesta.
-Pero le has castigado, ¿no? Y él me ha dicho que ha sido por mentir. Y por lo que me ha explicado me parece que te has equivocado.
-¿Cómo?
José Luis se revolvió en su asiento, sorprendido por aquella afirmación.
-Que es verdad que Jony juega conmigo en el jardín de casa, a bañarse debajo del arcoíris. Pero dime, ¿de qué estabais hablando en clase?
Ahora sí que José Luis no sabía que decir.
-Pues no me acuerdo exactamente, la verdad. Creo que hablábamos de la lluvia, del sol… y eso, que salió el arcoíris y expliqué dónde aparecía y por qué, y pregunté si alguno lo había visto y él salió con esa historia del arcoíris en el jardín. Le dije que eso no podía ser y como insistió un par de veces acabé castigándole. Pero que no tiene tampoco importancia…
-Pues siento decirte que la historia es real.
-Estás de broma, ¿verdad?
-Para nada. ¿Quieres que te lo demuestre?
José Luis pensó unos segundos su respuesta, pero viendo la sonrisa de Susana, como si le estuviera retando, aceptó la invitación.
-¡Vale! Dime cómo.
-Esta misma tarde si puedes y no tienes mucho trabajo. Cuando acabes en el colegio, te pasas por casa. Y traes también a Manu para que juegue con Jony. Pero que venga con traje de baño si quiere también él bañarse bajo el arcoíris.
-No puedes estar hablando en serio… pero vale, nos vemos esta tarde.

La casa donde vivían Jony y su madre estaba a las afueras, en lo alto de una colina. Desde ella las vistas eran preciosas y por la noche, se podían contemplar las estrellas mejor que en ningún otro lugar. Cuando llegaron José Luis y Manu, aún quedaba mucho para que oscureciera y el sol calentaba con fuerza. Susana salió a darles la bienvenida y les invitó a pasar al jardín, donde Manu les esperaba con su traje de bajo ya puesto, jugando con una pelota.
-¿Has traído traje de baño Manu? -preguntó Jony nada más ver a su amigo.
-¡Sí!, lo llevo ya puesto -respondió Manu-. ¿Puedo quitarme la ropa, papá? -preguntó a su padre.
-Sí Manu, ven que te ayudo.
Así, los dos niños se quedaron en traje de baño y fue cuando José Luis no pudo aguantar más la curiosidad y dirigiéndose a Susana, le dijo:
-Bueno, ya estamos aquí. ¿Dónde está ese famoso arcoíris?
Susana sonrió y le respondió con aire de misterio:
-Ahora mismo lo verás. ¿Estáis preparados chicos?
-¡Sííííííííííí! -respondieron los dos niños al unísono.
Susana miró en dirección al sol, cogió la manguera de la piscina y sin pensárselo dos veces abrió el grifo apuntando al cielo, tapando con su dedo pulgar la salida del chorro, de modo éste salió pulverizado en infinitas gotas de agua.
José Luis contemplaba intrigado la escena, sin entender aún nada, cuando de repente, ante sus ojos, sobre la cortina de agua que Susana había creado, apareció ante sí un arcoíris perfecto.
-¡Ahora niños!, ¡podéis ya pasar por debajo del arcoíris! –gritó ella.
Los niños no esperaron a que se lo repitiera y corrieron por debajo del espléndido arco multicolor, atravesándolo por debajo una y otra vez, e intentando entre risas tocarlo con sus dedos.
José Luis no se lo podía creer. ¡Era cierto! Soltó una carcajada y sin quitarse siquiera los zapatos, corrió vestido detrás de los niños, a bañarse también él debajo del arcoíris. Era su castigo por no haber creído a un niño que jamás decía una mentira.

martes, 21 de abril de 2015

Calcetines Blancos (Relato para niños)


Calcetines Blancos era el gato más pequeño que vivía en el puerto. En realidad, todavía era un gatito. Al poco de nacer, su mamá desapareció y nunca más había vuelto a saber de ella. Gracias a la ayuda de una gata muy anciana y muy buena, que se llamaba Luna Nueva, Calcetines Blancos había logrado sobrevivir. La vida en el puerto, donde vivían un montón de perros vagabundos y hambrientos, estaba llena de peligros para cualquier gato, y mucho más si se trataba de un pobre gatito abandonado como él. Pero por fortuna, Luna Nueva había conseguido mantenerlos siempre a raya.

Una noche de tormenta, a pesar del mal tiempo, Luna Nueva había salido sola a buscar algo de comida para la cena, dejando a Calcetines Blancos bien escondido en el interior de una caja de madera. El gatito estaba tan cansado, que con el sonido de la lluvia se quedó al poco dormido. Cuando se despertó, todavía era de noche, pero Luna Nueva aún no había regresado. Le extrañó que tardara tanto, pero decidió no moverse de su guarida, tal y como le había indicado Luna Nueva, y al poco, se volvió a quedar dormido.

Se despertó ya con la claridad del amanecer y fue entonces, al comprobar que seguía solo, cuando de verdad temió que algo malo le hubiera podido pasar a Luna Nueva. ¿Qué podía hacer? Ella le había insistido en que no se moviera de aquel lugar, pero también le había dicho que volvería pronto... Calcetines Blancos asomó entonces su cabecita fuera de la caja, miró que no hubiera ningún perro a la vista y de un salto salió de su escondite. Tenía que ir a buscar a Luna Nueva. ¿Pero dónde?; ¿y podría alguien ayudarle?

Lo primero que hizo fue buscar en aquellos sitios donde recordaba que habían dormido los últimos días. Sin embargo, después de haberlos recorrido todos, no había en ninguno ni rastro de Luna Nueva. Era como si se la hubiese tragado la tormenta.

Desesperado, decidió pedir ayuda a otros gatos que conocía, de verlos a diarios por el puerto, pero con los que nunca había hablado, porque Luna Nueva no les tenía en absoluto simpatía. Decía de ellos que eran unos vagos, que lo único que sabían hacer era estar todo el día tumbados, lamiéndose las patas y rascándose los bigotes. Y que por si esto fuera poco, eran además unos egoístas, que acababan siempre peleándose porque eran incapaces de compartir ni una sola sardina. Precisamente, cuando Calcetines Blancos se acercó a ellos para preguntarles, se dio cuenta de que estaban en una de esas disputas, por lo que no sólo no le hicieron ningún caso, sino que le insultaron por interrumpirles.

Probó entonces con unas gaviotas que estaban un poco más lejos, comiendo restos de pescado a toda prisa, antes de que los gatos o peor aún, algún perro, pudiera poner fin a su desayuno. Tampoco tuvo suerte con ellas, pues eran nuevas en el puerto y ni siquiera sabían quién era Luna Nueva.

Calcetines Blancos comenzaba a sentirse muy fatigado después de horas corriendo de aquí para allá, saltando entre bidones de combustible y cajas de madera vacías, buscando uno por uno en el interior de cada bote amarrado al puerto, escondiéndose entre las redes de pesca cuando veía a algún perro aproximarse. Y encima estaba hambriento pues no había comido nada desde el día anterior.

Estaba a punto de rendirse, cuando de repente, dos siluetas aparecieron por detrás de unos contenedores de basura. Calcetines Blancos sintió al instante cómo se le erizaban todos sus pelitos. ¡Por todas las pulgas!: ¡no podía ser verdad! Se frotó con una de sus patas los ojos y volvió a mirar a aquellas siluetas, que nada más verle, habían echado a correr hacia él. Por increíble que pudiera parecerle, Calcetines Blancos no se había equivocado: la silueta de Luna Nueva era una de las dos que había reconocido. Pero eso no era lo más increíble. Lo que de verdad resultaba imposible de creer era quién acompañaba a Luna Nueva: ¡era su mamá!

Después de recibir un millón de mimos de su mamá, Calcetines Blancos supo lo que había ocurrido. La noche anterior, Luna Nueva se había encontrado con una vieja amiga que estaba de visita por el puerto. Hablando, esta amiga la había contado de una pobre gata que conocía, que hacía unos meses había sido capturada por unos humanos, habiendo dejado abandonado muy a su pesar a su único gatito: una preciosa bolita, toda negra como el carbón, menos en sus pequeñas zarpas, que parecían que llevaran puestas, cuatro calcetines tan blancos como la nieve. Con esa descripción, Luna Nueva no tuvo ninguna duda y le pidió a su amiga que le llevará al lugar donde aquella gata estaba encerrada. Según le contaron a Calcetines Blancos, la fuga no había sido nada fácil, pero al final lo habían conseguido. ¡Y vaya si lo habían conseguido! Porque no hay nada en el mundo que pueda detener a una mamá, cuando sabe que su pequeño la necesita.


sábado, 11 de abril de 2015

Hércules y Rómulo (relato de esdrújulas)


Llamándose Hércules y midiendo ciento cincuenta centímetros, le resultaba difícil que la gente le tomara en serio. Encima, sus andares eran cómicos, pues se movía erguido como un pingüino, tratando inútilmente, de disimular así su mínima estatura. Por si fuera poco, paseaba siempre en compañía de su perro Rómulo, que además de ser grandísimo, el pobre animal era tan enorme y noble como estúpido. Hércules y Rómulo formaban así una pareja de lo más ridícula y digna de un espectáculo circense.

Acababan de llegar a la clínica veterinaria, donde Hércules había llevado a Rómulo aquel sábado, porque sospechaba que el animal podía tener algún parásito. Mientras leía su periódico en búsqueda de las noticias económicas (las únicas que leía), una joven entró en la sala, portando con ella, una gigantesca jaula dentro de la cual, había un no menos gigantesco pájaro, que más que un pájaro, parecía un pelícano.

Hércules había visto de todo en aquella clínica: murciélagos, víboras, tarántulas y hasta un excéntrico chiflado que un día llegó con un montón de luciérnagas en un bote de cristal, que según decía, le servían de lámpara para su mesita de noche. Las llevaba al veterinario porque, decía también, últimamente se habían vuelto unas zánganas que apenas le servían para leer dos o tres páginas antes de apagarse completamente. Hércules, que no entendía de luciérnagas, se mostró no obstante escéptico con aquel ridículo personaje y su fantástica historia.

La joven del pájaro, después de sentarse, viendo a Hércules y viendo a Rómulo, y después de observarles durante un buen rato en silencio, soltó improvisamente:
-Discúlpeme, soy fotógrafa. Les he estado mirando a usted y a su perro y creo que podría hacerles unas fotos muy simpáticas. ¿Qué le parecería?
Hércules, cuyo cerebro trabajaba siempre con la velocidad de un relámpago, respondió en tono sarcástico:
-¿Sabe? ¡Qué casualidad! Yo soy cirujano plástico.