lunes, 27 de abril de 2015

El Arcoíris en el Jardín (Relato para niños)



Jony era un niño alegre y despierto, que acababa de cumplir nueve años y al que le encantaba ir al colegio y aprender cada día cosas nuevas. Cuando volvía a casa, lo primero que hacía siempre, era contarle a su madre lo que había aprendido ese día. Su mamá le escuchaba con suma atención. Estaba orgullosa de Jony y no había nada en el mundo que le importara más que su hijo. Por desgracia Jony había perdido a su padre cuando era muy pequeño y por ello, su madre, hacía todo lo posible para que Jony no echara en falta la ausencia de su papá. Jony, que casi no lo recordaba, a veces le preguntaba sobre su padre y ella entonces le contaba cosas, que Jony escuchaba con los ojos cerrados, como intentando memorizarlas y que así nunca se le pudieran olvidar.
-¿Sabes Jony? -le había dicho en una ocasión-. Tu papá jamás me dijo una mentira. No soportaba las mentiras ni a los mentirosos. Tú debes hacer como él. ¿Me lo prometes?
-¡Claro mamá! -le contestó él-. Seré como papá. Te lo prometo.

Aquella tarde, cuando Jony llegó a casa, a su madre le extrañó verle triste.
-¿Qué te ocurre cariño? -le preguntó.
Jony le confesó la verdad:
-El profe me ha castigado.
-¿Te ha castigado?, ¿por qué?
Su madre no se lo podía creer. Era la primera vez que ocurría. Jony era un niño que siempre obedecía, hacía sus deberes y nunca se peleaba con nadie.
-Porque ha dicho que no se pueden decir mentiras en clase.
-¿Que no se pueden decir mentiras en clase?, ¿y tú las has dicho?
Aquello ahora sí que ya no tenía ningún sentido. Jony jamás había faltado a su promesa: jamás había mentido, ni a ella, ni a nadie.
-No mamá, te juro que no he dicho ninguna mentira.
-¿Y entonces Jony?: ¿por qué el profesor piensa que le has mentido?
-Porque le he dicho que en el jardín de mi casa, jugamos a bañarnos debajo del arcoíris.
La mamá de Jony sonrió entonces al comprender lo que había pasado. Y decidió que a la mañana siguiente, iría a hablar sin falta con el profesor de su hijo.

El profesor de Jony, era un hombre apuesto, muy educado con todos los padres que acudían a hablar con él. A veces era él quien les llamaba para que fueran a verle, si sus hijos no se portaban bien o creía que no se esforzaban en clase lo suficiente y otras, eran los propios padres quienes iban por su cuenta para interesarse por cómo iban y se comportaban sus hijos. La madre de Jony era de éstas últimas. Habían hablado en más de una ocasión e incluso habían tomado algún café juntos después del colegio. El profesor de Jony era también viudo y tenía un hijo de la misma edad que Jony, que se llamaba Manu. Jony y Manu eran muy amigos y jugaban siempre juntos en el recreo.

A la mañana siguiente, tal y como había decidido, nada más dejar a Jony en el patio del colegio, su madre se dirigió al despacho del profesor.
-Buenos días José Luis, ¿tienes un minuto antes de ir a clase? -le preguntó, picando a la puerta de su despacho.
-¡Adelante Susana!, ¡qué sorpresa!, ¡faltaría más!, ¿qué ocurre?
Susana entró en el despacho y se sentó en una de las sillas reservadas para las visitas. Fue directamente al grano.
-¿Por qué has castigado a Jony?
-¡Ah!, ¿es por eso? Si tampoco le he castigado en serio. Simplemente le he dicho que esta semana no podría ser él quien responda el primero a mis preguntas en clase. Que ya sabes que Jony es siempre el primero en levantar la mano cuando pregunto y además luego nunca falla la respuesta.
-Pero le has castigado, ¿no? Y él me ha dicho que ha sido por mentir. Y por lo que me ha explicado me parece que te has equivocado.
-¿Cómo?
José Luis se revolvió en su asiento, sorprendido por aquella afirmación.
-Que es verdad que Jony juega conmigo en el jardín de casa, a bañarse debajo del arcoíris. Pero dime, ¿de qué estabais hablando en clase?
Ahora sí que José Luis no sabía que decir.
-Pues no me acuerdo exactamente, la verdad. Creo que hablábamos de la lluvia, del sol… y eso, que salió el arcoíris y expliqué dónde aparecía y por qué, y pregunté si alguno lo había visto y él salió con esa historia del arcoíris en el jardín. Le dije que eso no podía ser y como insistió un par de veces acabé castigándole. Pero que no tiene tampoco importancia…
-Pues siento decirte que la historia es real.
-Estás de broma, ¿verdad?
-Para nada. ¿Quieres que te lo demuestre?
José Luis pensó unos segundos su respuesta, pero viendo la sonrisa de Susana, como si le estuviera retando, aceptó la invitación.
-¡Vale! Dime cómo.
-Esta misma tarde si puedes y no tienes mucho trabajo. Cuando acabes en el colegio, te pasas por casa. Y traes también a Manu para que juegue con Jony. Pero que venga con traje de baño si quiere también él bañarse bajo el arcoíris.
-No puedes estar hablando en serio… pero vale, nos vemos esta tarde.

La casa donde vivían Jony y su madre estaba a las afueras, en lo alto de una colina. Desde ella las vistas eran preciosas y por la noche, se podían contemplar las estrellas mejor que en ningún otro lugar. Cuando llegaron José Luis y Manu, aún quedaba mucho para que oscureciera y el sol calentaba con fuerza. Susana salió a darles la bienvenida y les invitó a pasar al jardín, donde Manu les esperaba con su traje de bajo ya puesto, jugando con una pelota.
-¿Has traído traje de baño Manu? -preguntó Jony nada más ver a su amigo.
-¡Sí!, lo llevo ya puesto -respondió Manu-. ¿Puedo quitarme la ropa, papá? -preguntó a su padre.
-Sí Manu, ven que te ayudo.
Así, los dos niños se quedaron en traje de baño y fue cuando José Luis no pudo aguantar más la curiosidad y dirigiéndose a Susana, le dijo:
-Bueno, ya estamos aquí. ¿Dónde está ese famoso arcoíris?
Susana sonrió y le respondió con aire de misterio:
-Ahora mismo lo verás. ¿Estáis preparados chicos?
-¡Sííííííííííí! -respondieron los dos niños al unísono.
Susana miró en dirección al sol, cogió la manguera de la piscina y sin pensárselo dos veces abrió el grifo apuntando al cielo, tapando con su dedo pulgar la salida del chorro, de modo éste salió pulverizado en infinitas gotas de agua.
José Luis contemplaba intrigado la escena, sin entender aún nada, cuando de repente, ante sus ojos, sobre la cortina de agua que Susana había creado, apareció ante sí un arcoíris perfecto.
-¡Ahora niños!, ¡podéis ya pasar por debajo del arcoíris! –gritó ella.
Los niños no esperaron a que se lo repitiera y corrieron por debajo del espléndido arco multicolor, atravesándolo por debajo una y otra vez, e intentando entre risas tocarlo con sus dedos.
José Luis no se lo podía creer. ¡Era cierto! Soltó una carcajada y sin quitarse siquiera los zapatos, corrió vestido detrás de los niños, a bañarse también él debajo del arcoíris. Era su castigo por no haber creído a un niño que jamás decía una mentira.

martes, 21 de abril de 2015

Calcetines Blancos (Relato para niños)


Calcetines Blancos era el gato más pequeño que vivía en el puerto. En realidad, todavía era un gatito. Al poco de nacer, su mamá desapareció y nunca más había vuelto a saber de ella. Gracias a la ayuda de una gata muy anciana y muy buena, que se llamaba Luna Nueva, Calcetines Blancos había logrado sobrevivir. La vida en el puerto, donde vivían un montón de perros vagabundos y hambrientos, estaba llena de peligros para cualquier gato, y mucho más si se trataba de un pobre gatito abandonado como él. Pero por fortuna, Luna Nueva había conseguido mantenerlos siempre a raya.

Una noche de tormenta, a pesar del mal tiempo, Luna Nueva había salido sola a buscar algo de comida para la cena, dejando a Calcetines Blancos bien escondido en el interior de una caja de madera. El gatito estaba tan cansado, que con el sonido de la lluvia se quedó al poco dormido. Cuando se despertó, todavía era de noche, pero Luna Nueva aún no había regresado. Le extrañó que tardara tanto, pero decidió no moverse de su guarida, tal y como le había indicado Luna Nueva, y al poco, se volvió a quedar dormido.

Se despertó ya con la claridad del amanecer y fue entonces, al comprobar que seguía solo, cuando de verdad temió que algo malo le hubiera podido pasar a Luna Nueva. ¿Qué podía hacer? Ella le había insistido en que no se moviera de aquel lugar, pero también le había dicho que volvería pronto... Calcetines Blancos asomó entonces su cabecita fuera de la caja, miró que no hubiera ningún perro a la vista y de un salto salió de su escondite. Tenía que ir a buscar a Luna Nueva. ¿Pero dónde?; ¿y podría alguien ayudarle?

Lo primero que hizo fue buscar en aquellos sitios donde recordaba que habían dormido los últimos días. Sin embargo, después de haberlos recorrido todos, no había en ninguno ni rastro de Luna Nueva. Era como si se la hubiese tragado la tormenta.

Desesperado, decidió pedir ayuda a otros gatos que conocía, de verlos a diarios por el puerto, pero con los que nunca había hablado, porque Luna Nueva no les tenía en absoluto simpatía. Decía de ellos que eran unos vagos, que lo único que sabían hacer era estar todo el día tumbados, lamiéndose las patas y rascándose los bigotes. Y que por si esto fuera poco, eran además unos egoístas, que acababan siempre peleándose porque eran incapaces de compartir ni una sola sardina. Precisamente, cuando Calcetines Blancos se acercó a ellos para preguntarles, se dio cuenta de que estaban en una de esas disputas, por lo que no sólo no le hicieron ningún caso, sino que le insultaron por interrumpirles.

Probó entonces con unas gaviotas que estaban un poco más lejos, comiendo restos de pescado a toda prisa, antes de que los gatos o peor aún, algún perro, pudiera poner fin a su desayuno. Tampoco tuvo suerte con ellas, pues eran nuevas en el puerto y ni siquiera sabían quién era Luna Nueva.

Calcetines Blancos comenzaba a sentirse muy fatigado después de horas corriendo de aquí para allá, saltando entre bidones de combustible y cajas de madera vacías, buscando uno por uno en el interior de cada bote amarrado al puerto, escondiéndose entre las redes de pesca cuando veía a algún perro aproximarse. Y encima estaba hambriento pues no había comido nada desde el día anterior.

Estaba a punto de rendirse, cuando de repente, dos siluetas aparecieron por detrás de unos contenedores de basura. Calcetines Blancos sintió al instante cómo se le erizaban todos sus pelitos. ¡Por todas las pulgas!: ¡no podía ser verdad! Se frotó con una de sus patas los ojos y volvió a mirar a aquellas siluetas, que nada más verle, habían echado a correr hacia él. Por increíble que pudiera parecerle, Calcetines Blancos no se había equivocado: la silueta de Luna Nueva era una de las dos que había reconocido. Pero eso no era lo más increíble. Lo que de verdad resultaba imposible de creer era quién acompañaba a Luna Nueva: ¡era su mamá!

Después de recibir un millón de mimos de su mamá, Calcetines Blancos supo lo que había ocurrido. La noche anterior, Luna Nueva se había encontrado con una vieja amiga que estaba de visita por el puerto. Hablando, esta amiga la había contado de una pobre gata que conocía, que hacía unos meses había sido capturada por unos humanos, habiendo dejado abandonado muy a su pesar a su único gatito: una preciosa bolita, toda negra como el carbón, menos en sus pequeñas zarpas, que parecían que llevaran puestas, cuatro calcetines tan blancos como la nieve. Con esa descripción, Luna Nueva no tuvo ninguna duda y le pidió a su amiga que le llevará al lugar donde aquella gata estaba encerrada. Según le contaron a Calcetines Blancos, la fuga no había sido nada fácil, pero al final lo habían conseguido. ¡Y vaya si lo habían conseguido! Porque no hay nada en el mundo que pueda detener a una mamá, cuando sabe que su pequeño la necesita.


sábado, 11 de abril de 2015

Hércules y Rómulo (relato de esdrújulas)


Llamándose Hércules y midiendo ciento cincuenta centímetros, le resultaba difícil que la gente le tomara en serio. Encima, sus andares eran cómicos, pues se movía erguido como un pingüino, tratando inútilmente, de disimular así su mínima estatura. Por si fuera poco, paseaba siempre en compañía de su perro Rómulo, que además de ser grandísimo, el pobre animal era tan enorme y noble como estúpido. Hércules y Rómulo formaban así una pareja de lo más ridícula y digna de un espectáculo circense.

Acababan de llegar a la clínica veterinaria, donde Hércules había llevado a Rómulo aquel sábado, porque sospechaba que el animal podía tener algún parásito. Mientras leía su periódico en búsqueda de las noticias económicas (las únicas que leía), una joven entró en la sala, portando con ella, una gigantesca jaula dentro de la cual, había un no menos gigantesco pájaro, que más que un pájaro, parecía un pelícano.

Hércules había visto de todo en aquella clínica: murciélagos, víboras, tarántulas y hasta un excéntrico chiflado que un día llegó con un montón de luciérnagas en un bote de cristal, que según decía, le servían de lámpara para su mesita de noche. Las llevaba al veterinario porque, decía también, últimamente se habían vuelto unas zánganas que apenas le servían para leer dos o tres páginas antes de apagarse completamente. Hércules, que no entendía de luciérnagas, se mostró no obstante escéptico con aquel ridículo personaje y su fantástica historia.

La joven del pájaro, después de sentarse, viendo a Hércules y viendo a Rómulo, y después de observarles durante un buen rato en silencio, soltó improvisamente:
-Discúlpeme, soy fotógrafa. Les he estado mirando a usted y a su perro y creo que podría hacerles unas fotos muy simpáticas. ¿Qué le parecería?
Hércules, cuyo cerebro trabajaba siempre con la velocidad de un relámpago, respondió en tono sarcástico:
-¿Sabe? ¡Qué casualidad! Yo soy cirujano plástico.


viernes, 10 de abril de 2015

La Casa Misteriosa (Tres finales)


Todos los niños del colegio sabían dónde estaba la casa. Se encontraba a apenas cien metros y sólo había que cruzar una calle para llegar a ella. Sobre "la casa" (que era así, sin más, como se referían a ella) se contaban un montón de historias, a cual más increíble y fantástica. Y cada día que pasaba aparecía una nueva, a pesar de que los profesores les tenían prohibido acercarse siquiera a la verja que la rodeaba. ¡Y pobre de aquel al que se le ocurriera desobedecer! Los profesores no habían dicho en qué consistiría el castigo; sólo que con él, si hubieran de aplicarlo, ningún otro niño jamás volvería a aproximarse a la casa. Y aquella simple pero severísima advertencia había surtido efecto, lo que no impedía que las historias siguieran multiplicándose, sin conocerse nunca el origen ni el nombre de sus protagonistas.

La casa en realidad había sido un viejo almacén, aunque nadie, absolutamente nadie, sabía a ciencia cierta qué pudiera haber sido lo que en su día se almacenara dentro, pues el almacén llevaba abandonado desde incluso antes de que existiera el colegio. Aquel misterio no era sino uno más que añadir a los muchos que encerraba la casa, aunque sin duda, era el que mayor número de historias generaba.

La verja estaba completamente roída por el óxido y con algunos huecos, por los que de proponérselo, un niño podía colarse sin dificultad. Desde su exterior, llamaba la atención por encima de todo la descomunal altura de las malas hierbas, que habían devorado cualquier otro tipo de vegetación o plantas que pudieran haber formado parte del jardín de la casa. De aventurarse un niño a caminar entre ellas, lo que se antojaba casi imposible en aquella auténtica selva, se haría invisible para cualquiera que tratara de seguir sus pasos desde fuera de la verja, o incluso desde dentro.

También desde el exterior de la verja, podían verse las ventanas de la primera planta de la casa, con todos los cristales rotos, a través de los cuales casi de forma continua, asomaba al viento lo poco que quedaba de las cortinas. Algunas historias decían que en realidad era el modo que tenían los que allí vivían encerrados de pedir ayuda, como si de pañuelos pidiendo socorro se tratara. ¿Pero podría de verdad vivir alguien en la casa? Tal vez había llegado el momento de descubrirlo. O eso al menos fue lo que decidieron Lucas y su hermana María.

Lucas y María, un año más pequeña que él, que acababa de cumplir los diez, eran nuevos en el colegio y en el pueblo. Su familia se había mudado allí, después de que su madre, por trabajo, hubiera sido destinada a aquel lugar, un tanto alejado y diferente de la ciudad donde hasta entonces habían vivido. Su madre era médico y aunque el pueblo era pequeño, éste contaba con su propio hospital.

Ambos no habían tardado ni un día en oír hablar ya de la casa y después de escuchar cien mil historias, algunas imposibles de creer hasta para un niño, se propusieron acabar con el misterio. No en vano Lucas era un niño valiente y sumamente espabilado, mientras que María, era una niña muy curiosa y que no separaba nunca ni un segundo de su hermano mayor. Eran más que uña y carne.


La Casa Misteriosa (Continuación Ciencia Ficción)

Al colarse por uno de los agujeros de la verja, lo primero que notaron fue que de la tierra emanaba un extraño calor, que se hacía más intenso a medida que se adentraban en la espesa maleza. Caminaron por ella a ciegas, Lucas guiando a su hermana, sin saber muy bien qué dirección seguir, pues no podían más que intuir dónde habría de encontrarse la puerta para entrar en la casa. De repente, cuando se hallaban a unos pocos metros del lugar donde Lucas creía que se encontraría la puerta, la maleza dio paso a un terreno abierto y limpio de un color verde como nunca habían visto ninguno de los hermanos.

Frente a ellos, apareció una pared metálica, completamente gris, sin puerta ni ventanas, y con unas extrañas inscripciones talladas sobre la misma. Y lo que era más extraño: no había ni rastro de las ventanas con los cristales rotos, que desde el exterior de la verja se veían en la primera planta, porque sencillamente no había primera planta: sólo un muro gris tan alto que parecía perderse en el cielo. Sorprendidos en un primer momento, corrieron a rodear aquella pared metálica en busca de una entrada. Pero por más que corrían, era como si sus pies no avanzaran y permanecieran anclados siempre en el mismo punto de partida.

Al final, vencidos por el cansancio, se detuvieron. María contemplaba hipnotizada aquellos grabados en la infinita pared y que para ella no tenían ningún sentido.

-¿Qué significan estos dibujos Lucas?- preguntó a su hermano intrigada.
Lucas los miraba intentando descifrar qué podían significar y al fin respondió a su hermana:
-La casa no es una casa María.
-¿Y qué es entonces?
-Es una nave extraterrestre.
-¿Qué es una nave extraterrestre?
Lucas esta vez no respondió a su hermana. Se limitó a cogerla de la mano y echando a correr de nuevo, volvió con ella a entrar en la maleza buscando escapar cuanto antes de aquel lugar.
-Tenemos que ir a decírselo a papá y mamá- se limitó a decir.


La Casa Misteriosa (Continuación Aventuras)

Nada más colarse por uno de los múltiples agujeros que tenía la verja, Lucas sacó de su mochila una pequeña brújula, con la que orientarse en medio de aquella maleza casi inaccesible. Le dio además a su hermana una hoja con el mapa que él mismo había dibujado la noche anterior, para que María señalara en él lo que fueran encontrando, además de los pasos recorridos, y de este modo encontrar con facilidad el camino de vuelta.

-¿Estás lista?- le preguntó.
-¡Lista!- contestó ella decidida.
-¡Allá vamos entonces!: ¡sígueme! Y escribe en el mapa todo lo que te vaya diciendo.

Alcanzaron sin mucha dificultad el exterior de la casa, donde no tardaron en encontrar la puerta, que como Lucas imaginaba, estaba cerrada con un candado.

-Tendremos que entrar por una ventana- dijo a su hermana-. Veamos si hay alguna por donde podamos entrar.

María fue quien descubrió una ventana con el cristal completamente roto y a través de la cual los dos hermanos pudieron acceder a la casa. Lo que vieron entonces les dejó a ambos boquiabiertos.

La luz en el interior era escasa, pero aun así se podían distinguir perfectamente las gigantescas estanterías que ocupaban todas las paredes. Y en ellas, miles de libros cubiertos de polvo y protegidos por enormes telarañas, aparecían ante los dos hermanos como un tesoro abandonado.

-¿Te das cuenta María? Tenían razón las historias que contaban en el colegio. Es un almacén.
-¿Un almacén?- preguntó ella un poco extrañada.
-¡Claro!, ¿no lo ves? Es un almacén de libros- le respondió él en tono burlón.
-¡Se llama biblioteca!- protestó María.
-¡Muy bien dicho hermana!: ¡una biblioteca! Ahora tenemos que ir a decírselo a papá y mamá.


La Casa Misteriosa (Continuación Suspense)

Llegaron delante de la verja cuando comenzaba a oscurecer. Sus padres pensaban que los dos hermanos descansaban plácidamente en sus habitaciones, pero Lucas y María habían escapado aprovechando que en la televisión comenzaba la serie que sus padres nunca se perdían. Tenían exactamente una hora para volver sin que nadie se diera cuenta de su ausencia.

Lucas sacó de su mochila un par de linternas, encendió ambas y le pasó una a María.
-¡Vamos allá! -le dijo a su hermana.

No habían aún superado la verja cuando lo escucharon por primera vez y al instante los pelos se les pusieron de punta.
-¿Qué ha sido eso Lucas? -preguntó María algo angustiada.
-No lo sé María -respondió Lucas intentando transmitir la tranquilidad que no tenía.
-¿Son niños que lloran?
-No lo sé María -repitió de nuevo su hermano-. Vamos a averiguarlo.

Avanzaron no sin dificultad entre la maleza. La luz que proporcionaban sus linternas era insuficiente y las sombras que proyectaban hacían que todo fuera mucho más inquietante. Lucas tenía tanto miedo como su hermana, pero la curiosidad era mayor que aquel miedo. De pronto, de nuevo escucharon aquella especie de lamento.
-¡Otra vez! -exclamó María-. ¡En la casa hay niños llorando!
-¡No puede ser! -negó Lucas-. ¡Es imposible! Entremos en la casa por esa ventana y te lo demostraré.

Lucas había señalado una ventana que no tenía ya cristal. Antes de entrar por ella, intentó desde fuera con su linterna, iluminar el interior, pero apenas pudo ver nada. Dudó un instante y justo entonces volvieron a oír, aún más fuerte, aquel sonido inconfundible: ¿realmente había niños en la casa? ¿Y por qué chillaban así? En lugar de dejarse vencer por el miedo, Lucas saltó adentro. María no se lo pensó dos veces y siguió a su hermano.

El ruido, que parecía ir en aumento, venía de la planta de arriba. Lucas buscó con su linterna una escalera dentro de aquel almacén, completamente vacío, por la que subir.
-¡Lo que faltaba! -dijo al apagársele de improviso la linterna-. ¡Dichosas pilas! Déjame la tuya María y dame la mano.
María hizo lo que le pedía su hermano y con una única linterna, que también comenzaba a fallar, encontraron por fin en una esquina, una carcomida escalera de caracol por la que se podría subir. O al menos eso esperaba Lucas, que no las tenía todas consigo.

Ascendieron con sumo cuidado y una vez arriba, se dieron cuenta de que los chillidos habían cesado.
-¡Qué raro! -dijo Lucas sorprendido mientras trataba a duras penas de iluminar aquella gran estancia.- ¿Pero qué es eso?
La luz de la linterna se había detenido en lo que parecía una caja de cartón. Nada fuera de lo común si no fuera porque la caja ¡se estaba moviendo!
-¡La caja se mueve! -gritó María asustada.
-¡Espera!, ¡no te muevas de aquí! -le ordenó Lucas para dirigirse a la caja andarina.

María vio cómo su hermano iluminaba el interior de la caja. Al instante los chillidos retumbaron en sus oídos al tiempo que su hermano metía las manos en la caja, sujetando la linterna entre sus dientes. Cuando las sacó, María se quedó de piedra al ver lo que Lucas acariciaba contra su pecho.
-¡Es un gatito!
-No María -respondió Lucas negando con la cabeza-. ¡Son cinco gatitos! Y por lo que se ve tienen mucha hambre... ¡Por eso chillaban!
-¿Qué podemos hacer?
-Tendremos que decir la verdad a papá y mamá, aunque se enfaden con nosotros por habernos escapado. Y luego volver con comida.
-¡Vamos entonces!; pero, ¡déjame primero acariciar a uno por lo menos!
-Toma este. Es naranja como un tigre.
-¡Naranjito!


sábado, 4 de abril de 2015

Un Domingo de Sol


Le despertó la calidez de los primeros rayos de sol, que se colaban a través de las lamas de la persiana, acariciando tímidamente su rostro. Casi al mismo tiempo sintió ese aroma inconfundible, que por el pasillo, desde la cocina, llegaba directo a su habitación: su madre había preparado filetes empanados. No tardó ni un minuto en oír además el ruido del batir de huevos en un plato: ¡tortilla! A Pablo no le hacía falta ni tan siquiera abrir los ojos, para tener la certeza absoluta de que había amanecido un día espléndido y que sus padres le llevarían como siempre que eso sucedía, a pasar el día al camping de la playa, junto a sus primos y sus tíos. No había nada mejor que eso, ni nada que le produjera mayor alegría.

Se levantó de un salto y se dirigió a toda prisa, aún en pijama, a la cocina. Su madre ya le tenía bien caliente y preparado el chocolate, que Pablo devoró mojando en él sus bizcochos preferidos. ¡Qué buenos estaban! Era domingo y los domingos, daba igual el tiempo que hiciese, tocaba chocolate con bizcochos. Pero hoy además hacía sol. ¿Qué más podía pedir?

Cuando una hora después llegaron al camping, aún era temprano y apenas había movimiento. Todavía se respiraba ese aire fresco que emana del verde suelo, regado en la madrugada por el rocío. Un aire que además de oler se podía saborear. Pablo aún era muy niño para descifrar lo que sus sentidos le transmitían, pero disfrutaba de ellos como sólo un niño puede hacer: con absoluta plenitud y libertad, despojado de cualquier tipo de complejo y con la inocencia que otorga la primavera de la vida.

Más tarde, llegada la hora ir a darse un chapuzón, Pablo corría en compañía de sus primos a adentrarse entre las olas que morían en la orilla. El agua fría del Cantábrico, en un primer momento, se clavaba como cuchillas en los tobillos, pero lejos de hacerles retroceder, les servía como arma arrojadiza con la que jugaban a salpicarse unos a otros, en batallas acuáticas que finalizaban en un zambullido.

Después de la merienda, con el sol iniciando su declive, aún había tiempo para algún partidillo, con otros niños con los que solía coincidir cada domingo, y donde Pablo demostraba sus buenas cualidades como futbolista. El día tocaba a su fin y había que aprovechar hasta el último segundo.

A la vuelta a casa, de nuevo en el coche, Pablo escuchaba en la radio el resumen de la jornada de liga. En el asiento delantero, su padre hablaba con su madre sobre no sabía muy bien qué historia de sus tías. Así era, que entre la radio, aquella conversación que no acertaba a entender, el rumor continuo del motor del coche y el tenue calor que le proporcionaba la toalla de playa con la que se había cubierto, Pablo cerró los ojos y cayó vencido por el cansancio… soñando que al día siguiente fuera de nuevo domingo.


viernes, 3 de abril de 2015

La Moneda del Emperador


La cola para firmar su libro, lejos de disminuir, parecía seguir creciendo, a pesar de que había pasado casi una hora desde que había firmado el primer ejemplar. Aquel era el tercero de los siete actos programados en otras tantas ciudades, dirigidos a la promoción de su última novela, La Moneda del Emperador. Con ella se ponía fin a una trilogía iniciada cuatro años antes y con la que, gracias a las dos primeras entregas, se había convertido en un afamado escritor, y de paso, en un hombre multimillonario.

Mientras abría la portada del libro que un muchacho (no mucho mayor que su hijo que tenía  ahora catorce años), acababa de posar sobre la mesa que le habían dispuesto para aquel encuentro con sus lectores, y estampaba en él su rúbrica, le vino a la memoria su primer reconocimiento como escritor. Hacía mucho de aquello. Tanto tiempo, que como le sucedía con otros recuerdos de su infancia, a veces tenía la sensación de que no fueran suyos, como si él no los hubiera vivido.

*******

La profesora les había pedido para el fin de semana, que escribieran un pequeño relato o redacción sobre el tema que más les gustara. No más de una hoja de su cuaderno de deberes, había añadido. Y para aquel que a juicio de la maestra fuera el mejor escrito, como premio, recibiría una moneda de cincuenta pesetas. ¡Cincuenta pesetas!: lo que le daban sus padres como paga cada semana. Al oír aquello, sus grandes ojos brillaron iluminados por el deseo y por la convicción de que sería él quien escribiera el mejor relato.

Se pasó el sábado y el domingo escribiendo, tachando y volviendo a escribir. Sus padres cada vez que leían lo que les mostraba, le decían que estaba muy bien, que lo dejara así, pero a él, al releerlo, le parecía siempre que faltaba o que sobraba algún detalle. A sus diez años recién cumplidos era muy perfeccionista cuando algo se le metía entre ceja y ceja. Y conseguir aquella moneda era ahora su única obsesión.

Y por fin había llegado el momento. Sentado en su pupitre, con sus piernas moviéndose nerviosamente por debajo de éste, aguardaba el veredicto de la profesora. Miraba entretanto con preocupación las caras de sus compañeros y se preguntaba si alguno de ellos podría haber escrito una redacción mejor que la suya. Lo cierto es que había en su clase al menos otros dos o tres niños que bien podían haberle superado. A fin de cuentas lo solían hacer cuando se trataba de otras pruebas o exámenes. ¿Lo habría logrado de nuevo alguno de ellos en aquella ocasión?

No aguantaba más los nervios. La maestra sonreía en su mesa, desde donde dominaba el aula. Sabía de sobra que todos sus alumnos esperaban el nombre del afortunado ganador y de ellos, él más que ninguno. Vio cómo entonces ella hacía como si hojeara y ordenara una vez más todas las hojas con los trabajos entregados. Fue cuando la oyó anunciar, con fingida voz seria y solemne, el nombre del vencedor: ¡su nombre!

En un primer momento no supo qué hacer; ni siquiera sabía qué sentía. Era como si una enorme burbuja le hubiera rodeado por completo, impidiéndole así escuchar los aplausos y vítores del resto de compañeros, animados por la profesora, que con las manos, al tiempo que también aplaudía, le invitaba a salir a la pizarra para recibir el preciado premio.

Tuvo que ser finalmente su compañero de pupitre quien le empujara para que, casi a la fuerza, se levantara de su asiento. Se dirigió aún envuelto en su burbuja a la pizarra, donde le esperaba de pie la profesora, quien en una mano sostenía un folio, que él reconoció como suyo, y en la otra, con el puño cerrado, imaginó escondida la moneda.

Su vergüenza fue en aumento cuando la maestra le dio un beso en la mejilla y le pidió que leyera en alto su relato. Lo hizo, equivocándose un par de veces al inicio, pero ganando confianza a medida que avanzaba en su pequeña historia. Al acabar, la clase estalló de nuevo en aplausos, esta vez espontáneos, y fue cuando recibió la que desde aquel momento sería su moneda de la suerte. La miró fijamente ya en su pequeña mano, la cerró con fuerza, y con paso firme y orgulloso volvió a su pupitre.

*******

De aquella historia, lo que más lamentaba, era no haber conservado el manuscrito original. En realidad, por conservar no conservaba ni la memoria acerca del tema sobre el que había escrito. Pero de lo que estaba convencido era de que aquel día había marcado el destino de su vida. Nunca tuvo más dudas de qué quería ser cuando fuera mayor. Sus padres intentaron en vano, años después, convencerle para que estudiara una carrera "de ciencias", pero él lo tenía claro: estudiaría literatura y sería escritor.

Una señora, anciana ella, le devolvió al presente, pidiéndole que escribiera una dedicatoria para su nieto. Él le preguntó su nombre y sintiendo en el bolsillo izquierdo de su pantalón la presencia de su inseparable moneda, escribió con delicadeza: "para Roberto, con todo el cariño, para que encuentres tu moneda".

La anciana, al leer la dedicatoria, le miró un tanto extrañada. Pero cuando él le sonrió guiñándole un ojo, ella le devolvió el gesto con una sonrisa aún mayor. Probablemente la mujer seguía sin entenderlo del todo, pero sí había comprendido que aquella era la dedicatoria más especial que podía haber conseguido para su nieto.