martes, 24 de marzo de 2015

La Tableta y la Pluma Mágica (Cuento para niños)


A Uriel le encantaba escribir historias fantásticas, que luego leía en el colegio a sus amigos durante el recreo. Sus padres, como premio a las buenas notas que había sacado, le acababan de regalar una espectacular tableta con la que podría seguir escribiendo directamente en ella sus historias, sin necesitad de usar nunca más la pluma del abuelo. "¡Es una pluma mágica!", le había dicho éste al regalársela cuando Uriel aprendió a escribir.

Uriel estaba ansioso por estrenar su tableta, por lo que nada más sacarla de la caja, la encendió y se sentó en su mesa de estudio para empezar a escribir una nueva historia. La pantalla de la tableta era bastante más pequeña que las hojas de los cuadernos que solía utilizar. Uriel la rozó con sus dedos y al instante la pantalla se iluminó apareciendo en ella un teclado. De repente Uriel sintió algo extraño que le hizo retirar sus manos hacia atrás: ¡no se le ocurría nada que escribir! Miró fijamente la brillante pantalla en blanco y volvió a intentarlo, sintiendo al momento la misma sensación: ¡nada!

Pasaron así varios días y Uriel seguía sin escribir nada en su reluciente tableta. En el colegio, a la hora del recreo, se escondía de sus amigos porque éstos le pedían que les leyera alguna de sus historias y él no tenía ninguna nueva que leerles. No podía entender qué le estaba pasando.

Una tarde, después de acabar sus deberes, no sin miedo, Uriel se decidió nuevamente a encender su tableta para intentar escribir lo que fuera. No podría seguir escondiéndose el resto del año de sus amigos. Sin embargo, al pulsar el botón de encendido, la tableta no se inmutó. ¡Se había descargado! Y eso no era lo peor: lo peor era que se había dejado el cargador en el colegio. ¿Qué podía hacer ahora? Miró entonces el cajón de su mesa de estudio y recordó la pluma del abuelo.


Al abrir el cajón, la encontró tal cual la había dejado. Sacó uno de sus cuadernos y tras suspirar ya casi resignado a un nuevo fracaso, quitó el tapón a la pluma y al momento sintió que un cosquilleo recorría su cuerpo. Un cosquilleo que conocía muy bien: el mismo que sentía justo antes de escribir una de sus historias. Realmente era una pluma mágica como le había dicho su abuelo. ¡Qué mejor historia para escribir que aquella!

Un Hada Llamada Nadaya (Relato para niños)


Nadaya no era una hada madrina como las demás. Mientras el resto de hadas madrinas se comportaban siguiendo a rajatabla las enseñanzas y normas establecidas por la Gran Hada Madre, la madre de todas las hadas, y que tenía tantos años como estrellas hay en el cielo, Nadaya, que apenas tenía la edad de un árbol centenario, prefería saltarse muchas de aquellas reglas que consideraba pasadas de moda y utilizar las suyas propias, sin por ello incumplir en ningún caso el juramento que toda hada madrina realizaba durante el ritual de su bautizo de consagración: utilizar el poder de la magia para ayudar a todo aquel ser mortal, ya fuera persona, animal o planta, que en verdad necesitara y fuera merecedora de ella, sin utilizarla nunca en beneficio propio ni pidiendo nada a cambio.

A pesar de su reiterada indisciplina, la Gran Hada Madre tenía especial predilección por Nadaya, pues además de ser la más inteligente de todas las hadas madrinas aun siendo la más joven de ellas, su corazón era también el más puro de cuantos jamás hubieran existido en Hadaland, la tierra inmortal donde nacían y vivían para siempre todas las hadas madrinas, y de la que únicamente podían salir para cumplir con su misión en el mundo de los no inmortales, que no era otra que la de honrar su juramento bautismal, regresando sin demora a su tierra una vez llevado a cabo su cometido. O así al menos había sido para todas las hadas, hasta que Nadaya decidió celebrar su primer eclipse solar yéndose a vivir más allá de los confines de Hadaland, donde el tiempo y el espacio dejaban de ser infinitos.

En su nuevo mundo Nadaya pronto se sintió muy cómoda, como si llevara viviendo en él cincuenta años. Tan a gusto se encontraba, que siempre dormía en un lugar distinto y cuando despertaba, después de dormir sus ocho lunas, lo hacía en otro sitio diferente. A menudo recibía la visita de otras hadas que antes de emprender el retorno a Hadaland, decidían pasar a saludarla y charlar un rato, compartiendo una taza de hadalina, la infusión de mágicas hierbas con la que las hadas madrinas mantenían sus poderes a pleno rendimiento. Ella por su parte, tampoco dejaba de regresar de vez en cuando a su tierra, aunque la mayoría de las veces, no permaneciera allí más que el tiempo justo para ver a su madre y a sus ciento diecisiete hermanas.


Como la mayoría de las hadas madrinas de su edad, a Nadaya le apasionaban las nuevas tecnologías. Desde que su madre le había regalado su iVarita, no pasaba un día que no se descargara una nueva aplicación con la que, el llevar a cabo su magia, se convertía en hadalina bebida, o como decían las personas con las que ahora convivía, en pan comido. Lo cierto es que cada vez menos eran las hadas que seguían utilizando la eterna y clásica varita mágica, cuya madera provenía del sagrado árbol, morada de la Gran Hada Madre, y que recibían y seguían recibiendo todas las hadas en su bautizo hadalino. Nadaya conservaba la suya con enorme cariño, pero desde que tenía su iVarita de última generación, nunca más la había vuelto a utilizar. Su madre sin embargo, no dejaba de decirles a ella y a sus hermanas, que ya no había magia como la de antes, y que con tanta iVarita, las hadas madrinas se habían vuelto un tanto descuidadas y que esa dejadez tarde o temprano provocaría una desgracia, por confiar toda su magia a aquel aparato contrario a las tradiciones sagradas. Nadaya, como el resto de sus ciento diecisiete hermanas, estaba convencida de que aquello nunca ocurriría. Convencida estaba hasta que un día, en el peor momento posible, su iVarita se quedó sin batería.

jueves, 19 de marzo de 2015

530


En la habitación 530 del hospital, una de las ocho reservadas para el aislamiento de pacientes sometidos a trasplante de médula ósea, había dos camas: una para el enfermo y otra para la persona que decidiera entrar con él durante toda su estancia. En sus poco más de quince metros cuadrados, ambos habrían de transcurrir por término medio cinco semanas aislados, "prisioneros" y sin visitas. Las únicas que recibirían serían las de los médicos, enfermeras, auxiliares y personal de limpieza, que durante todo aquel tiempo, entrarían y saldrían según fuera estrictamente necesario. Ninguna comunicación con el exterior más allá del teléfono y de internet.

La habitación, pintada de un amarillo casi imperceptible, más que austera era sencillamente desagradable a la vista. El color original del frío suelo de terrazo, resultaba difícil de identificar. La iluminación blanca de los tubos fluorescentes eliminaba cualquier atisbo de calidez que por más que se buscara allí pudiera encontrarse.

El escaso mobiliario, de viejo y usado, en consonancia con el entorno, no contribuía a transmitir ni un ápice de optimismo. Los cajones de las mesitas, metálicos, apenas si podían abrirse, debido al óxido acumulado en sus carrileras. Los armarios, grises como las cabeceras de las camas, daban la sensación de haber sido renovados no hacía mucho tiempo, pero tampoco podía decirse que fueran modernos. En una esquina y sobre un estante, se encontraba el televisor, pequeño y de tubo. Contra una pared, en la que se encontraba la puerta que daba al exterior, había una bicicleta estática, con el sillín desconchado por el uso. Un sofá de escay granate situado entre las dos camas completaba el triste decorado.

Por las ventanas, desprovistas de manillas, con el fin de evitar que pudieran ser abiertas, entraba la luz natural, que cuando venía acompañada por los rayos de sol, convertía el cubículo en un horno. El único aire renovado que entraba era el procedente del sistema de ventilación, filtrado de cualquier tipo de bacterias y gérmenes y a una temperatura que en ningún caso servía de alivio para aquel ambiente cargado por la presencia continua de dos personas adultas en su interior.

El baño, interior a la habitación y sin ventana, tenía el tamaño justo para albergar un plato de ducha, un lavabo y una taza de wáter. Los grifos del lavabo y el de la ducha goteaban por más que estuvieran cerrados. El espejo, quebrado en parte por un lateral, estaba moteado por manchas de humedad.

En resumen todo en la 530 desprendía un olor a rancio, se podría decir incluso que a enfermedad. Era una "habitación enferma" en la que ahora, con el nuevo hospital ya en funcionamiento, sólo quedaba impregnado el recuerdo de cientos de historias, algunas con final feliz, pero todas ellas marcadas por un único deseo: volver a nacer.

viernes, 6 de marzo de 2015

Cuatro Patas Para un Banco

Augusto Cantalapiedra
Sus padres, dos apasionados historiadores, le habían puesto el nombre de Augusto en honor al gran César Augusto, primer emperador de Roma. Soñaban además con que su hijo trajera la paz a sus vidas, después de tantas dificultades y penurias como habían sufrido antes de su nacimiento, del mismo modo que el que fuera sucesor de Julio César había llevado una paz duradera a Roma, tras siglos de guerras y más guerras.
Sin embargo, tal vez su apellido pétreo pesó demasiado incluso para tan regio nombre. El hecho es que Augusto Cantalapiedra (simplemente Gus para quienes le conocían), era un auténtico cantamañanas. Apenas tenía donde caerse muerto y sus amigos (más bien pocos y cada vez menos) se escondían de él porque no hacía sino meterles en problemas una y otra vez, con su informalidad y con sus historias para no dormir, cuando no los buscaba para pedirles dinero que raras veces devolvía.

Rosa Fuentes
La familia Fuentes había sido durante décadas la propietaria de una próspera empresa de agua mineral embotellada, hasta que el padre de Rosa, quien bebía de todo menos agua, la llevó a la ruina. Rosa había crecido de este modo prácticamente toda su vida en la pobreza, pero ya desde pequeña dio muestras de una envidiable inteligencia y de un marcado sentido de la responsabilidad, que sin duda había heredado de los Fuentes, si exceptuamos a su padre, claro está, de quien sólo había heredado deudas.
Esas cualidades unidas a una frescura de ideas siempre en continua evolución llevó a Rosa a refundar la empresa, dándole su nombre, Rosa Fuentes, y dedicándose a la elaboración de productos de perfumería, destacando el agua de colonia elaborado a partir de rosas que ella misma cultivaba y del agua de la misma fuente que durante tantos años había utilizado su familia.
Rosa a sus cuarenta y dos años era ahora una mujer espléndida, casada y con dos hijos, gerente de una empresa multinacional con más de doscientos empleados a su cargo, y a los que trataba con idéntico mimo que el que dispensaba a sus rosas. "Las personas son como las rosas", solía decir.

María De la O
Si a María le hubiesen dado un euro por cada vez que le habían preguntado si su apellido "De la O" era apellido o segundo nombre, a sus veinte años recién cumplidos, habría tenido dinero más que suficiente para realizar ese viaje con el que llevaba soñando desde niña. Porque María otra cosa no, pero soñar... se pasaba el día soñando. Tanto, que en la Universidad, donde cursaba estudios de Ingeniería, apenas seguía lo que en clase se exponía porque su mente volaba una y otra vez fuera de las aulas. No era así de extrañar que sus notas sirvieran luego de chiste para sus compañeros, cuando en el panel de calificaciones, se confundieran a menudo la O de su apellido con el 0 de su nota.
María sin embargo, en lugar de ofenderse, inocente como era, se reía ella misma de aquella circunstancia. Por ello y porque era una persona alegre y extrovertida, no le faltaban los amigos y era muy querida por todos los que la conocían.

Antonio Antúnez
Hombre de complexión robusta y de altura cercana a los dos metros, Antonio a primera vista imponía respeto. Tenía además una mirada profunda, de las que sientes como si te desnudaran por dentro, cada vez que sus ojos se posaban en los tuyos. No era especialmente atractivo, pero tenía ese punto justo de equilibrio entre sus facciones y el conjunto de su cuerpo, que unido a un carácter arrogante y condimentado todo ello con una pizca de cinismo en sus relaciones con las mujeres, hacían de él un hombre más que deseable para muchas de ellas. No le faltaban además recursos económicos, aunque quizás su mayor fama entre las féminas le venía por otro tipo de "recurso". O eso era lo que al menos se decía de él, lo que no hacía sino aumentar ese halo enigmático que le acompañaba a todas partes.

El Taxi

-¡Al aeropuerto!, por favor.

Al oír la orden, el conductor del taxi examinó con más detalle por el espejo retrovisor, el aspecto de aquel hombre recién entrado en su vehículo y que ni siquiera le había dado los buenos días. Nada de lo que en él vio le llamó sobremanera la atención: típico ejecutivo con prisa y otro más de los que transformaban algo tan simple como abrocharse el cinturón en una auténtica batalla.

-¡Allá vamos! -se limitó a responder, al tiempo que arrancaba el motor y ponía en marcha el taxímetro

En el asiento de atrás, Javier leía el último whatsapp recibido: "Kdms st sbd pra cnar ls 4?".
"¡Dichoso Rubén!, con sus mensajitos abreviados como si tuviera veinte años ¿Quedar los cuatro?: lo dudo", respondió para sus adentros mientras en sus labios se dibujaba una mueca, mezcla de ironía y sarcasmo. Guardó su móvil en la funda sin responder a su amigo. Ya lo haría más tarde con cualquier excusa que se le ocurriera. Tampoco quería ahora dar muchas explicaciones, porque para empezar ni él mismo todavía se lo explicaba. Primero la sorpresa por lo inesperado de lo ocurrido y después, el consiguiente disgusto, le impedían tener aún la mente lúcida para ello.

-¿Qué perfume usa? -creyó entender que le preguntaba el taxista.
-¿Perdón? -respondió sorprendido ante tan extraña pregunta.
-No, que le decía que qué perfume usa usted. Es Massimo Dutti, ¿verdad? Es que mi mujer siempre me regalaba Massimo Dutti, hasta que un día le dije "¡regálame por Dios otra colonia mujer!, ¡que estoy del Dutti este hasta los güevos! Y no es que me disgustara, pero es que a uno le gusta de vez en cuando cambiar de colonia; ya que no se puede cambiar de mujer... ¿no le parece? -sentenció con una carcajada creyendo haber dicho algo gracioso-. ¿A usted también se la regalan?
-¿Le importa subir el volumen de la radio? -cortó Javier como si no hubiera escuchado la última pregunta. "¡Otro taxista con ganas de hablar!", pensó con desesperación. No fallaba: siempre le tocaba uno. Y lo que menos necesitaba aquella mañana gris, más gris si cabe que nunca, era un taxista con ganas de hablar. "En cuanto llegue al aeropuerto me compro una colonia nueva", decidió.

El taxista hizo lo que Javier le había pedido. En la radio, justo en ese momento, un hombre y una mujer intercambiaban pareceres sobre la nueva propuesta de ley que acababa de presentar esa semana el Gobierno, relativa a la adopción de niños por parte de parejas homosexuales y con la que a priori se agilizarían los trámites para dicha adopción. "¿Dónde habría dormido Rober aquella noche?", no pudo evitar interrogarse.

-¿Qué le parece? -le volvió a interrumpir en sus pensamientos el taxista-. Yo lo siento, pero hay cosas que no puedo aceptar. Y que conste que a mí me da igual lo que cada uno haga con su vida; que yo no tengo ningún problema... Pero eso de adoptar a un niño... ¡Hombre, por Dios! ¿Dónde se ha visto? Ese niño, ¿qué educación va a recibir? Porque...
-¡Pare aquí por favor! -gritó casi Javier, desabrochándose el cinturón como si fuera a saltar del coche en marcha.
-¿Cómo dice?; pero si aún estamos muy lejos del aeropuerto. -trató de explicar el taxista sin entender muy bien lo que estaba pasando.
-¡Por favor pare aquí! -insistió Javier sacando de su bolsillo de la chaqueta la cartera con la que pagar.
-Como quiera -aceptó resignado el taxista-. Son siete cuarenta.
-¡Tenga!; quédese con el cambio.

Ya de nuevo en mitad de la calle, Javier intentó recuperar el control de su respiración. Era de lo poco que le había servido de sus clases de Yoga, a las que iba con Rober desde que éste se había empecinado en que se apuntaran. "A ver con quién irá ahora. Tal vez con Samuel, que seguro que encima se ofrecía gustosamente de hombro para sus lágrimas. ¡Menudo bicho! Pero ya veríamos qué opinaba Rubén de eso. Sí: por si acaso tendría que decirle ya lo de Rober". Estaba resuelto a hacerlo en ese preciso instante, cuando vio otro taxi acercarse con la luz verde. Realizó entonces una última respiración profunda y levantó el brazo.