Hay errores que duran poco
más de lo que dura un orgasmo, pero cuyas consecuencias sin embargo se
prolongan y prolongan en el tiempo, como una penitencia que hubiera sido impuesta
por un dios inmisericorde.
Viene lo anterior a cuento
del error que cometí el día en que mi deseo de ver cumplida la fantasía de
cualquier adolescente normal, acabó por acallar y ahogar la voz de la parte aún
inmadura de mi cerebro que corresponde a la razón.
Y es que desde aquel día en
el que mis manos acabaron debajo de su blusa y las suyas dentro de mi pantalón,
mi vida es cualquier cosa menos normal. Suele pasar cuando quien llevaba puesta
la blusa tiene cuarenta y tantos años y quien se quitó el pantalón no llega a
los veinte. Si a esto añadimos que la blusa en cuestión, sueles verla colgada
en el tendal del piso de arriba, no hay lugar alguno en esta situación para la
normalidad.
De aquello haría poco más de
un mes, y no ha pasado ni un sólo día en el que mi vecina no haya encontrado
cualquier excusa a cual más absurda, para venir a casa de mis padres y así
verme, aunque sólo sea fugazmente, ya que no hay mayor estímulo para que corra
a encerrarme en mi habitación a estudiar, que sentir el timbre de la puerta y
oír su voz al abrir mi padre o mi madre.
¿En qué estaría yo pensando
cuando le di mi número de móvil? Bueno, lo admito: sí sé en qué estaba
pensando... ¡vaya si lo sé!: en cómo lograr que se lo creyeran mis colegas.
Dándole mi número y luego con un whatsapp
por aquí y otro por allá, no habría lugar a la duda. ¡Pero es que tenía
abrasado a mensajes y llamadas!, y encima a las horas más intempestivas,
incluso para un adolescente.
Todavía con la resaca del
día anterior que no sabía ni dónde tenía la cabeza, intentaba a duras penas
prepararme el desayuno, ya que mis padres se habían ido a pasar el fin de
semana fuera de la ciudad y como es mi madre quien siempre me lo hace, no sé ni
dónde está el café. En esas estaba cuando oí sonar mi móvil. ¡El móvil!: ¿dónde
cojones había dejado el móvil al llegar la noche anterior? Ni idea, pero sonar,
suena cerca. No puede ser, no tiene sentido; me dirijo incrédulo hacia el lugar
de donde procede el sonido, abro el cajón del pan y ¿qué me encuentro?: ¡otra
vez mi vecina! Lo único que deseé, por el amor que le profeso a mi joven cuerpo,
fue que no hubiese ido a ver aquella película de la que todos hablaban:
cincuenta sombras de no sé quién.