jueves, 19 de febrero de 2015

El Cajón del Pan


Hay errores que duran poco más de lo que dura un orgasmo, pero cuyas consecuencias sin embargo se prolongan y prolongan en el tiempo, como una penitencia que hubiera sido impuesta por un dios inmisericorde.
Viene lo anterior a cuento del error que cometí el día en que mi deseo de ver cumplida la fantasía de cualquier adolescente normal, acabó por acallar y ahogar la voz de la parte aún inmadura de mi cerebro que corresponde a la razón.

Y es que desde aquel día en el que mis manos acabaron debajo de su blusa y las suyas dentro de mi pantalón, mi vida es cualquier cosa menos normal. Suele pasar cuando quien llevaba puesta la blusa tiene cuarenta y tantos años y quien se quitó el pantalón no llega a los veinte. Si a esto añadimos que la blusa en cuestión, sueles verla colgada en el tendal del piso de arriba, no hay lugar alguno en esta situación para la normalidad.

De aquello haría poco más de un mes, y no ha pasado ni un sólo día en el que mi vecina no haya encontrado cualquier excusa a cual más absurda, para venir a casa de mis padres y así verme, aunque sólo sea fugazmente, ya que no hay mayor estímulo para que corra a encerrarme en mi habitación a estudiar, que sentir el timbre de la puerta y oír su voz al abrir mi padre o mi madre.

¿En qué estaría yo pensando cuando le di mi número de móvil? Bueno, lo admito: sí sé en qué estaba pensando... ¡vaya si lo sé!: en cómo lograr que se lo creyeran mis colegas. Dándole mi número y luego con un whatsapp por aquí y otro por allá, no habría lugar a la duda. ¡Pero es que tenía abrasado a mensajes y llamadas!, y encima a las horas más intempestivas, incluso para un adolescente.

Todavía con la resaca del día anterior que no sabía ni dónde tenía la cabeza, intentaba a duras penas prepararme el desayuno, ya que mis padres se habían ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad y como es mi madre quien siempre me lo hace, no sé ni dónde está el café. En esas estaba cuando oí sonar mi móvil. ¡El móvil!: ¿dónde cojones había dejado el móvil al llegar la noche anterior? Ni idea, pero sonar, suena cerca. No puede ser, no tiene sentido; me dirijo incrédulo hacia el lugar de donde procede el sonido, abro el cajón del pan y ¿qué me encuentro?: ¡otra vez mi vecina! Lo único que deseé, por el amor que le profeso a mi joven cuerpo, fue que no hubiese ido a ver aquella película de la que todos hablaban: cincuenta sombras de no sé quién.

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