jueves, 12 de febrero de 2015

El Jugador


Jorge con frecuencia comparaba su vida a la de un jugador de fútbol. En concreto a la de uno de esos que nunca aparecen en portada, pero que cualquier buen aficionado coincidiría en que sin su participación, sin su brega y entrega sobre el terreno de juego, los éxitos del equipo y la gloria que otros se llevaban en primera persona no serían posibles.

Y es que tanto a nivel profesional como personal, Jorge se consideraba una persona media, un jugador medio en este caso, incluso hasta cierto punto vulgar, pero eso sí: un jugador sacrificado hasta la extenuación, con el único objetivo de que tanto su empresa como su familia, sus dos equipos, pudieran cosechar todas las victorias que estuvieran a su alcance, sobre el gran campo de juego que para él representa la vida, donde hay rivales que te cosen a patadas, árbitros que se equivocan en contra, público exigente, prensa parcial, lesiones…

Desde que se había calzado las botas con las que saltar a ese figurado césped, a veces tan embarrado que se hacía impracticable, Jorge nunca había sucumbido a los cantos de sirena de otros equipos y siempre había defendido los mismos colores. Y eso que nunca le habían faltado ofertas sobre la mesa, ya que a pesar de ser realmente un jugador carente de gran talento, de esos que por ejemplo te resuelven en un segundo un partido, sus entrenadores y sus compañeros tenían la completa seguridad de que mientras Jorge estuviera sobre el campo, se dejaría la piel, sudando hasta la última gota la camiseta, apoyando una y mil veces a sus compañeros, siendo toda, absolutamente toda su labor, oscura quizás para las cámaras, encaminada al bien colectivo del equipo, de su equipo.

Jorge también solía preguntarse o imaginarse qué quedaría escrito para los anales de la historia cuando llegara la hora de colgar las botas. Era el primero en reconocer que con toda seguridad no serían sus estadísticas como goleador (tampoco sus amonestaciones pues ante todo era un jugador deportivo y honesto) y sería más que probable que ni tan siquiera se guardaran imágenes de sus mejores jugadas. Pero aun así, Jorge cuando pensaba en esto, sonreía satisfecho para sus adentros, pues tenía la conciencia tranquila; la conciencia del que sabe que pocos como él se podrían encontrar en esos mismos anales, que hubiesen recorrido tantos kilómetros sobre la hierba, infatigables al cansancio y a las inclemencias, en ocasiones con el marcador muy adverso y aguantando tantas y tantas veces sobre sus espaldas toda la presión y las acometidas del rival, para luego, en el momento exacto, dar ese pase justo y preciso, sin florituras ni regates, y por encima de todo sin perder el balón, a quien la vida hubiera regalado mejores piernas que las suyas para canalizar el juego.

Sí, estaba claro que su vida no era la de una estrella. Él no lo era. Pero no menos claro resultaba el que todos le querían ver vestido de corto, defendiendo codo con codo su misma camiseta. Porque sabían que pasara lo que pasara dentro del campo, Jorge estaría siempre ahí, donde fuera necesaria su presencia, omnipresente, y siendo así, la derrota, también a todos se les antojaba como algo imposible.

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