martes, 17 de febrero de 2015

El Alba del Atardecer


El sol, con idéntica lentitud con la que Eva caminaba, casi a cámara lenta, descendía en el cielo, quién sabe si buscando, en un mundo imaginario, detrás de aquellas lejanas colinas a las que ahora se dirigía, la misma protección y el mismo descanso que ella buscaba para su mundo real.

Hasta esa misma mañana, Eva había sido prisionera de un mundo ficticio en el que ella misma se había encerrado, donde todos los problemas acaban por encontrar solución y donde todas las personas pueden cambiar. Un mundo donde las montañas más altas se vuelven llanuras y donde las nubes negras, preludio de tormentas, se tornan cielos completamente despejados. Hasta esa misma mañana.

La primera vez que sucede casi siempre es la peor de superar, de entender, de aceptar. Eva, sin nadie en quien apoyarse, creó entonces su mundo irreal, en el que no había nada que aceptar, entender o superar, pero en el que todo se solucionaría y en el que él cambiaría. Desde aquella primera vez, esa jaula sin más llave en realidad que el propio miedo, fue su cobijo en todas las otras veces que siguieron a la primera.

Eva, en aquel lento pero firme caminar, volvía a saborear después de muchos años, el aire de la libertad. Y mientras contemplaba aquel sol que en las últimas horas del día, aún bañaba de luz la escasa vegetación del paisaje árido que atravesaba, tiñéndola de oro, y mientras sentía al mismo tiempo la calidez de aquellos rayos que filtreaban con las nubes blancas para acabar besando su rostro, Eva, por fin de vuelta al mundo donde sólo hay cabida para cinco sentidos, se preguntaba con lucidez recién recobrada, el motivo por el que aquella mañana había sido distinta a tantas otras mañanas y a tantas otras noches, y si detrás de aquellas aún lejanas colinas, hallaría lo que buscaba. Para su primera pregunta no encontraba respuesta. Para la segunda, confiaba plenamente en su inteligencia y meticulosidad innatas. Nadie jamás sería capaz de encontrarlos: ni a ella, ni mucho menos a él.

En la inmaculada bolsa blanca que portaba colgada a su espalda, Eva llevaba consigo todo lo imprescindible para que el mundo real nunca más dejara de serlo y nada que pudiera volver a salpicarlo del rojo de la sangre, que hasta esa misma mañana, había sido siempre la suya.

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