martes, 24 de marzo de 2015

Un Hada Llamada Nadaya (Relato para niños)


Nadaya no era una hada madrina como las demás. Mientras el resto de hadas madrinas se comportaban siguiendo a rajatabla las enseñanzas y normas establecidas por la Gran Hada Madre, la madre de todas las hadas, y que tenía tantos años como estrellas hay en el cielo, Nadaya, que apenas tenía la edad de un árbol centenario, prefería saltarse muchas de aquellas reglas que consideraba pasadas de moda y utilizar las suyas propias, sin por ello incumplir en ningún caso el juramento que toda hada madrina realizaba durante el ritual de su bautizo de consagración: utilizar el poder de la magia para ayudar a todo aquel ser mortal, ya fuera persona, animal o planta, que en verdad necesitara y fuera merecedora de ella, sin utilizarla nunca en beneficio propio ni pidiendo nada a cambio.

A pesar de su reiterada indisciplina, la Gran Hada Madre tenía especial predilección por Nadaya, pues además de ser la más inteligente de todas las hadas madrinas aun siendo la más joven de ellas, su corazón era también el más puro de cuantos jamás hubieran existido en Hadaland, la tierra inmortal donde nacían y vivían para siempre todas las hadas madrinas, y de la que únicamente podían salir para cumplir con su misión en el mundo de los no inmortales, que no era otra que la de honrar su juramento bautismal, regresando sin demora a su tierra una vez llevado a cabo su cometido. O así al menos había sido para todas las hadas, hasta que Nadaya decidió celebrar su primer eclipse solar yéndose a vivir más allá de los confines de Hadaland, donde el tiempo y el espacio dejaban de ser infinitos.

En su nuevo mundo Nadaya pronto se sintió muy cómoda, como si llevara viviendo en él cincuenta años. Tan a gusto se encontraba, que siempre dormía en un lugar distinto y cuando despertaba, después de dormir sus ocho lunas, lo hacía en otro sitio diferente. A menudo recibía la visita de otras hadas que antes de emprender el retorno a Hadaland, decidían pasar a saludarla y charlar un rato, compartiendo una taza de hadalina, la infusión de mágicas hierbas con la que las hadas madrinas mantenían sus poderes a pleno rendimiento. Ella por su parte, tampoco dejaba de regresar de vez en cuando a su tierra, aunque la mayoría de las veces, no permaneciera allí más que el tiempo justo para ver a su madre y a sus ciento diecisiete hermanas.


Como la mayoría de las hadas madrinas de su edad, a Nadaya le apasionaban las nuevas tecnologías. Desde que su madre le había regalado su iVarita, no pasaba un día que no se descargara una nueva aplicación con la que, el llevar a cabo su magia, se convertía en hadalina bebida, o como decían las personas con las que ahora convivía, en pan comido. Lo cierto es que cada vez menos eran las hadas que seguían utilizando la eterna y clásica varita mágica, cuya madera provenía del sagrado árbol, morada de la Gran Hada Madre, y que recibían y seguían recibiendo todas las hadas en su bautizo hadalino. Nadaya conservaba la suya con enorme cariño, pero desde que tenía su iVarita de última generación, nunca más la había vuelto a utilizar. Su madre sin embargo, no dejaba de decirles a ella y a sus hermanas, que ya no había magia como la de antes, y que con tanta iVarita, las hadas madrinas se habían vuelto un tanto descuidadas y que esa dejadez tarde o temprano provocaría una desgracia, por confiar toda su magia a aquel aparato contrario a las tradiciones sagradas. Nadaya, como el resto de sus ciento diecisiete hermanas, estaba convencida de que aquello nunca ocurriría. Convencida estaba hasta que un día, en el peor momento posible, su iVarita se quedó sin batería.

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