Nadaya no era una hada
madrina como las demás. Mientras el resto de hadas madrinas se comportaban
siguiendo a rajatabla las enseñanzas y normas establecidas por la Gran Hada
Madre, la madre de todas las hadas, y que tenía tantos años como estrellas hay
en el cielo, Nadaya, que apenas tenía la edad de un árbol centenario, prefería
saltarse muchas de aquellas reglas que consideraba pasadas de moda y utilizar
las suyas propias, sin por ello incumplir en ningún caso el juramento que toda
hada madrina realizaba durante el ritual de su bautizo de consagración:
utilizar el poder de la magia para ayudar a todo aquel ser mortal, ya fuera
persona, animal o planta, que en verdad necesitara y fuera merecedora de ella,
sin utilizarla nunca en beneficio propio ni pidiendo nada a cambio.
A pesar de su reiterada
indisciplina, la Gran Hada Madre tenía especial predilección por Nadaya, pues
además de ser la más inteligente de todas las hadas madrinas aun siendo la más
joven de ellas, su corazón era también el más puro de cuantos jamás hubieran
existido en Hadaland, la tierra inmortal donde nacían y vivían para siempre
todas las hadas madrinas, y de la que únicamente podían salir para cumplir con
su misión en el mundo de los no inmortales, que no era otra que la de honrar su
juramento bautismal, regresando sin demora a su tierra una vez llevado a cabo
su cometido. O así al menos había sido para todas las hadas, hasta que Nadaya
decidió celebrar su primer eclipse solar yéndose a vivir más allá de los
confines de Hadaland, donde el tiempo y el espacio dejaban de ser infinitos.
En su nuevo mundo Nadaya
pronto se sintió muy cómoda, como si llevara viviendo en él cincuenta años. Tan
a gusto se encontraba, que siempre dormía en un lugar distinto y cuando
despertaba, después de dormir sus ocho lunas, lo hacía en otro sitio diferente.
A menudo recibía la visita de otras hadas que antes de emprender el retorno a
Hadaland, decidían pasar a saludarla y charlar un rato, compartiendo una taza
de hadalina, la infusión de mágicas hierbas con la que las hadas madrinas
mantenían sus poderes a pleno rendimiento. Ella por su parte, tampoco dejaba de
regresar de vez en cuando a su tierra, aunque la mayoría de las veces, no
permaneciera allí más que el tiempo justo para ver a su madre y a sus ciento diecisiete
hermanas.
Como la mayoría de las hadas
madrinas de su edad, a Nadaya le apasionaban las nuevas tecnologías. Desde que
su madre le había regalado su iVarita, no pasaba un día que no se descargara
una nueva aplicación con la que, el llevar a cabo su magia, se convertía en
hadalina bebida, o como decían las personas con las que ahora convivía, en pan
comido. Lo cierto es que cada vez menos eran las hadas que seguían utilizando
la eterna y clásica varita mágica, cuya madera provenía del sagrado árbol,
morada de la Gran Hada Madre, y que recibían y seguían recibiendo todas las
hadas en su bautizo hadalino. Nadaya conservaba la suya con enorme cariño, pero
desde que tenía su iVarita de última generación, nunca más la había vuelto a
utilizar. Su madre sin embargo, no dejaba de decirles a ella y a sus hermanas,
que ya no había magia como la de antes, y que con tanta iVarita, las hadas
madrinas se habían vuelto un tanto descuidadas y que esa dejadez tarde o
temprano provocaría una desgracia, por confiar toda su magia a aquel aparato
contrario a las tradiciones sagradas. Nadaya, como el resto de sus ciento
diecisiete hermanas, estaba convencida de que aquello nunca ocurriría.
Convencida estaba hasta que un día, en el peor momento posible, su iVarita se
quedó sin batería.
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