viernes, 6 de marzo de 2015

Cuatro Patas Para un Banco

Augusto Cantalapiedra
Sus padres, dos apasionados historiadores, le habían puesto el nombre de Augusto en honor al gran César Augusto, primer emperador de Roma. Soñaban además con que su hijo trajera la paz a sus vidas, después de tantas dificultades y penurias como habían sufrido antes de su nacimiento, del mismo modo que el que fuera sucesor de Julio César había llevado una paz duradera a Roma, tras siglos de guerras y más guerras.
Sin embargo, tal vez su apellido pétreo pesó demasiado incluso para tan regio nombre. El hecho es que Augusto Cantalapiedra (simplemente Gus para quienes le conocían), era un auténtico cantamañanas. Apenas tenía donde caerse muerto y sus amigos (más bien pocos y cada vez menos) se escondían de él porque no hacía sino meterles en problemas una y otra vez, con su informalidad y con sus historias para no dormir, cuando no los buscaba para pedirles dinero que raras veces devolvía.

Rosa Fuentes
La familia Fuentes había sido durante décadas la propietaria de una próspera empresa de agua mineral embotellada, hasta que el padre de Rosa, quien bebía de todo menos agua, la llevó a la ruina. Rosa había crecido de este modo prácticamente toda su vida en la pobreza, pero ya desde pequeña dio muestras de una envidiable inteligencia y de un marcado sentido de la responsabilidad, que sin duda había heredado de los Fuentes, si exceptuamos a su padre, claro está, de quien sólo había heredado deudas.
Esas cualidades unidas a una frescura de ideas siempre en continua evolución llevó a Rosa a refundar la empresa, dándole su nombre, Rosa Fuentes, y dedicándose a la elaboración de productos de perfumería, destacando el agua de colonia elaborado a partir de rosas que ella misma cultivaba y del agua de la misma fuente que durante tantos años había utilizado su familia.
Rosa a sus cuarenta y dos años era ahora una mujer espléndida, casada y con dos hijos, gerente de una empresa multinacional con más de doscientos empleados a su cargo, y a los que trataba con idéntico mimo que el que dispensaba a sus rosas. "Las personas son como las rosas", solía decir.

María De la O
Si a María le hubiesen dado un euro por cada vez que le habían preguntado si su apellido "De la O" era apellido o segundo nombre, a sus veinte años recién cumplidos, habría tenido dinero más que suficiente para realizar ese viaje con el que llevaba soñando desde niña. Porque María otra cosa no, pero soñar... se pasaba el día soñando. Tanto, que en la Universidad, donde cursaba estudios de Ingeniería, apenas seguía lo que en clase se exponía porque su mente volaba una y otra vez fuera de las aulas. No era así de extrañar que sus notas sirvieran luego de chiste para sus compañeros, cuando en el panel de calificaciones, se confundieran a menudo la O de su apellido con el 0 de su nota.
María sin embargo, en lugar de ofenderse, inocente como era, se reía ella misma de aquella circunstancia. Por ello y porque era una persona alegre y extrovertida, no le faltaban los amigos y era muy querida por todos los que la conocían.

Antonio Antúnez
Hombre de complexión robusta y de altura cercana a los dos metros, Antonio a primera vista imponía respeto. Tenía además una mirada profunda, de las que sientes como si te desnudaran por dentro, cada vez que sus ojos se posaban en los tuyos. No era especialmente atractivo, pero tenía ese punto justo de equilibrio entre sus facciones y el conjunto de su cuerpo, que unido a un carácter arrogante y condimentado todo ello con una pizca de cinismo en sus relaciones con las mujeres, hacían de él un hombre más que deseable para muchas de ellas. No le faltaban además recursos económicos, aunque quizás su mayor fama entre las féminas le venía por otro tipo de "recurso". O eso era lo que al menos se decía de él, lo que no hacía sino aumentar ese halo enigmático que le acompañaba a todas partes.

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