jueves, 19 de marzo de 2015

530


En la habitación 530 del hospital, una de las ocho reservadas para el aislamiento de pacientes sometidos a trasplante de médula ósea, había dos camas: una para el enfermo y otra para la persona que decidiera entrar con él durante toda su estancia. En sus poco más de quince metros cuadrados, ambos habrían de transcurrir por término medio cinco semanas aislados, "prisioneros" y sin visitas. Las únicas que recibirían serían las de los médicos, enfermeras, auxiliares y personal de limpieza, que durante todo aquel tiempo, entrarían y saldrían según fuera estrictamente necesario. Ninguna comunicación con el exterior más allá del teléfono y de internet.

La habitación, pintada de un amarillo casi imperceptible, más que austera era sencillamente desagradable a la vista. El color original del frío suelo de terrazo, resultaba difícil de identificar. La iluminación blanca de los tubos fluorescentes eliminaba cualquier atisbo de calidez que por más que se buscara allí pudiera encontrarse.

El escaso mobiliario, de viejo y usado, en consonancia con el entorno, no contribuía a transmitir ni un ápice de optimismo. Los cajones de las mesitas, metálicos, apenas si podían abrirse, debido al óxido acumulado en sus carrileras. Los armarios, grises como las cabeceras de las camas, daban la sensación de haber sido renovados no hacía mucho tiempo, pero tampoco podía decirse que fueran modernos. En una esquina y sobre un estante, se encontraba el televisor, pequeño y de tubo. Contra una pared, en la que se encontraba la puerta que daba al exterior, había una bicicleta estática, con el sillín desconchado por el uso. Un sofá de escay granate situado entre las dos camas completaba el triste decorado.

Por las ventanas, desprovistas de manillas, con el fin de evitar que pudieran ser abiertas, entraba la luz natural, que cuando venía acompañada por los rayos de sol, convertía el cubículo en un horno. El único aire renovado que entraba era el procedente del sistema de ventilación, filtrado de cualquier tipo de bacterias y gérmenes y a una temperatura que en ningún caso servía de alivio para aquel ambiente cargado por la presencia continua de dos personas adultas en su interior.

El baño, interior a la habitación y sin ventana, tenía el tamaño justo para albergar un plato de ducha, un lavabo y una taza de wáter. Los grifos del lavabo y el de la ducha goteaban por más que estuvieran cerrados. El espejo, quebrado en parte por un lateral, estaba moteado por manchas de humedad.

En resumen todo en la 530 desprendía un olor a rancio, se podría decir incluso que a enfermedad. Era una "habitación enferma" en la que ahora, con el nuevo hospital ya en funcionamiento, sólo quedaba impregnado el recuerdo de cientos de historias, algunas con final feliz, pero todas ellas marcadas por un único deseo: volver a nacer.

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