Le despertó la calidez de
los primeros rayos de sol, que se colaban a través de las lamas de la persiana,
acariciando tímidamente su rostro. Casi al mismo tiempo sintió ese aroma
inconfundible, que por el pasillo, desde la cocina, llegaba directo a su habitación:
su madre había preparado filetes empanados. No tardó ni un minuto en oír además
el ruido del batir de huevos en un plato: ¡tortilla! A Pablo no le hacía falta
ni tan siquiera abrir los ojos, para tener la certeza absoluta de que había
amanecido un día espléndido y que sus padres le llevarían como siempre que eso
sucedía, a pasar el día al camping de la playa, junto a sus primos y sus tíos.
No había nada mejor que eso, ni nada que le produjera mayor alegría.
Se levantó de un salto y se
dirigió a toda prisa, aún en pijama, a la cocina. Su madre ya le tenía bien
caliente y preparado el chocolate, que Pablo devoró mojando en él sus bizcochos
preferidos. ¡Qué buenos estaban! Era domingo y los domingos, daba igual el
tiempo que hiciese, tocaba chocolate con bizcochos. Pero hoy además hacía sol.
¿Qué más podía pedir?
Cuando una hora después
llegaron al camping, aún era temprano y apenas había movimiento. Todavía se
respiraba ese aire fresco que emana del verde suelo, regado en la madrugada por
el rocío. Un aire que además de oler se podía saborear. Pablo aún era muy niño
para descifrar lo que sus sentidos le transmitían, pero disfrutaba de ellos
como sólo un niño puede hacer: con absoluta plenitud y libertad, despojado de cualquier
tipo de complejo y con la inocencia que otorga la primavera de la vida.
Más tarde, llegada la hora
ir a darse un chapuzón, Pablo corría en compañía de sus primos a adentrarse
entre las olas que morían en la orilla. El agua fría del Cantábrico, en un
primer momento, se clavaba como cuchillas en los tobillos, pero lejos de
hacerles retroceder, les servía como arma arrojadiza con la que jugaban a
salpicarse unos a otros, en batallas acuáticas que finalizaban en un
zambullido.
Después de la merienda, con
el sol iniciando su declive, aún había tiempo para algún partidillo, con otros
niños con los que solía coincidir cada domingo, y donde Pablo demostraba sus
buenas cualidades como futbolista. El día tocaba a su fin y había que
aprovechar hasta el último segundo.
A la vuelta a casa, de nuevo
en el coche, Pablo escuchaba en la radio el resumen de la jornada de liga. En
el asiento delantero, su padre hablaba con su madre sobre no sabía muy bien qué
historia de sus tías. Así era, que entre la radio, aquella conversación que no
acertaba a entender, el rumor continuo del motor del coche y el tenue calor que
le proporcionaba la toalla de playa con la que se había cubierto, Pablo cerró los
ojos y cayó vencido por el cansancio… soñando que al día siguiente fuera de
nuevo domingo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario