viernes, 3 de abril de 2015

La Moneda del Emperador


La cola para firmar su libro, lejos de disminuir, parecía seguir creciendo, a pesar de que había pasado casi una hora desde que había firmado el primer ejemplar. Aquel era el tercero de los siete actos programados en otras tantas ciudades, dirigidos a la promoción de su última novela, La Moneda del Emperador. Con ella se ponía fin a una trilogía iniciada cuatro años antes y con la que, gracias a las dos primeras entregas, se había convertido en un afamado escritor, y de paso, en un hombre multimillonario.

Mientras abría la portada del libro que un muchacho (no mucho mayor que su hijo que tenía  ahora catorce años), acababa de posar sobre la mesa que le habían dispuesto para aquel encuentro con sus lectores, y estampaba en él su rúbrica, le vino a la memoria su primer reconocimiento como escritor. Hacía mucho de aquello. Tanto tiempo, que como le sucedía con otros recuerdos de su infancia, a veces tenía la sensación de que no fueran suyos, como si él no los hubiera vivido.

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La profesora les había pedido para el fin de semana, que escribieran un pequeño relato o redacción sobre el tema que más les gustara. No más de una hoja de su cuaderno de deberes, había añadido. Y para aquel que a juicio de la maestra fuera el mejor escrito, como premio, recibiría una moneda de cincuenta pesetas. ¡Cincuenta pesetas!: lo que le daban sus padres como paga cada semana. Al oír aquello, sus grandes ojos brillaron iluminados por el deseo y por la convicción de que sería él quien escribiera el mejor relato.

Se pasó el sábado y el domingo escribiendo, tachando y volviendo a escribir. Sus padres cada vez que leían lo que les mostraba, le decían que estaba muy bien, que lo dejara así, pero a él, al releerlo, le parecía siempre que faltaba o que sobraba algún detalle. A sus diez años recién cumplidos era muy perfeccionista cuando algo se le metía entre ceja y ceja. Y conseguir aquella moneda era ahora su única obsesión.

Y por fin había llegado el momento. Sentado en su pupitre, con sus piernas moviéndose nerviosamente por debajo de éste, aguardaba el veredicto de la profesora. Miraba entretanto con preocupación las caras de sus compañeros y se preguntaba si alguno de ellos podría haber escrito una redacción mejor que la suya. Lo cierto es que había en su clase al menos otros dos o tres niños que bien podían haberle superado. A fin de cuentas lo solían hacer cuando se trataba de otras pruebas o exámenes. ¿Lo habría logrado de nuevo alguno de ellos en aquella ocasión?

No aguantaba más los nervios. La maestra sonreía en su mesa, desde donde dominaba el aula. Sabía de sobra que todos sus alumnos esperaban el nombre del afortunado ganador y de ellos, él más que ninguno. Vio cómo entonces ella hacía como si hojeara y ordenara una vez más todas las hojas con los trabajos entregados. Fue cuando la oyó anunciar, con fingida voz seria y solemne, el nombre del vencedor: ¡su nombre!

En un primer momento no supo qué hacer; ni siquiera sabía qué sentía. Era como si una enorme burbuja le hubiera rodeado por completo, impidiéndole así escuchar los aplausos y vítores del resto de compañeros, animados por la profesora, que con las manos, al tiempo que también aplaudía, le invitaba a salir a la pizarra para recibir el preciado premio.

Tuvo que ser finalmente su compañero de pupitre quien le empujara para que, casi a la fuerza, se levantara de su asiento. Se dirigió aún envuelto en su burbuja a la pizarra, donde le esperaba de pie la profesora, quien en una mano sostenía un folio, que él reconoció como suyo, y en la otra, con el puño cerrado, imaginó escondida la moneda.

Su vergüenza fue en aumento cuando la maestra le dio un beso en la mejilla y le pidió que leyera en alto su relato. Lo hizo, equivocándose un par de veces al inicio, pero ganando confianza a medida que avanzaba en su pequeña historia. Al acabar, la clase estalló de nuevo en aplausos, esta vez espontáneos, y fue cuando recibió la que desde aquel momento sería su moneda de la suerte. La miró fijamente ya en su pequeña mano, la cerró con fuerza, y con paso firme y orgulloso volvió a su pupitre.

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De aquella historia, lo que más lamentaba, era no haber conservado el manuscrito original. En realidad, por conservar no conservaba ni la memoria acerca del tema sobre el que había escrito. Pero de lo que estaba convencido era de que aquel día había marcado el destino de su vida. Nunca tuvo más dudas de qué quería ser cuando fuera mayor. Sus padres intentaron en vano, años después, convencerle para que estudiara una carrera "de ciencias", pero él lo tenía claro: estudiaría literatura y sería escritor.

Una señora, anciana ella, le devolvió al presente, pidiéndole que escribiera una dedicatoria para su nieto. Él le preguntó su nombre y sintiendo en el bolsillo izquierdo de su pantalón la presencia de su inseparable moneda, escribió con delicadeza: "para Roberto, con todo el cariño, para que encuentres tu moneda".

La anciana, al leer la dedicatoria, le miró un tanto extrañada. Pero cuando él le sonrió guiñándole un ojo, ella le devolvió el gesto con una sonrisa aún mayor. Probablemente la mujer seguía sin entenderlo del todo, pero sí había comprendido que aquella era la dedicatoria más especial que podía haber conseguido para su nieto.


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