viernes, 10 de abril de 2015

La Casa Misteriosa (Tres finales)


Todos los niños del colegio sabían dónde estaba la casa. Se encontraba a apenas cien metros y sólo había que cruzar una calle para llegar a ella. Sobre "la casa" (que era así, sin más, como se referían a ella) se contaban un montón de historias, a cual más increíble y fantástica. Y cada día que pasaba aparecía una nueva, a pesar de que los profesores les tenían prohibido acercarse siquiera a la verja que la rodeaba. ¡Y pobre de aquel al que se le ocurriera desobedecer! Los profesores no habían dicho en qué consistiría el castigo; sólo que con él, si hubieran de aplicarlo, ningún otro niño jamás volvería a aproximarse a la casa. Y aquella simple pero severísima advertencia había surtido efecto, lo que no impedía que las historias siguieran multiplicándose, sin conocerse nunca el origen ni el nombre de sus protagonistas.

La casa en realidad había sido un viejo almacén, aunque nadie, absolutamente nadie, sabía a ciencia cierta qué pudiera haber sido lo que en su día se almacenara dentro, pues el almacén llevaba abandonado desde incluso antes de que existiera el colegio. Aquel misterio no era sino uno más que añadir a los muchos que encerraba la casa, aunque sin duda, era el que mayor número de historias generaba.

La verja estaba completamente roída por el óxido y con algunos huecos, por los que de proponérselo, un niño podía colarse sin dificultad. Desde su exterior, llamaba la atención por encima de todo la descomunal altura de las malas hierbas, que habían devorado cualquier otro tipo de vegetación o plantas que pudieran haber formado parte del jardín de la casa. De aventurarse un niño a caminar entre ellas, lo que se antojaba casi imposible en aquella auténtica selva, se haría invisible para cualquiera que tratara de seguir sus pasos desde fuera de la verja, o incluso desde dentro.

También desde el exterior de la verja, podían verse las ventanas de la primera planta de la casa, con todos los cristales rotos, a través de los cuales casi de forma continua, asomaba al viento lo poco que quedaba de las cortinas. Algunas historias decían que en realidad era el modo que tenían los que allí vivían encerrados de pedir ayuda, como si de pañuelos pidiendo socorro se tratara. ¿Pero podría de verdad vivir alguien en la casa? Tal vez había llegado el momento de descubrirlo. O eso al menos fue lo que decidieron Lucas y su hermana María.

Lucas y María, un año más pequeña que él, que acababa de cumplir los diez, eran nuevos en el colegio y en el pueblo. Su familia se había mudado allí, después de que su madre, por trabajo, hubiera sido destinada a aquel lugar, un tanto alejado y diferente de la ciudad donde hasta entonces habían vivido. Su madre era médico y aunque el pueblo era pequeño, éste contaba con su propio hospital.

Ambos no habían tardado ni un día en oír hablar ya de la casa y después de escuchar cien mil historias, algunas imposibles de creer hasta para un niño, se propusieron acabar con el misterio. No en vano Lucas era un niño valiente y sumamente espabilado, mientras que María, era una niña muy curiosa y que no separaba nunca ni un segundo de su hermano mayor. Eran más que uña y carne.


La Casa Misteriosa (Continuación Ciencia Ficción)

Al colarse por uno de los agujeros de la verja, lo primero que notaron fue que de la tierra emanaba un extraño calor, que se hacía más intenso a medida que se adentraban en la espesa maleza. Caminaron por ella a ciegas, Lucas guiando a su hermana, sin saber muy bien qué dirección seguir, pues no podían más que intuir dónde habría de encontrarse la puerta para entrar en la casa. De repente, cuando se hallaban a unos pocos metros del lugar donde Lucas creía que se encontraría la puerta, la maleza dio paso a un terreno abierto y limpio de un color verde como nunca habían visto ninguno de los hermanos.

Frente a ellos, apareció una pared metálica, completamente gris, sin puerta ni ventanas, y con unas extrañas inscripciones talladas sobre la misma. Y lo que era más extraño: no había ni rastro de las ventanas con los cristales rotos, que desde el exterior de la verja se veían en la primera planta, porque sencillamente no había primera planta: sólo un muro gris tan alto que parecía perderse en el cielo. Sorprendidos en un primer momento, corrieron a rodear aquella pared metálica en busca de una entrada. Pero por más que corrían, era como si sus pies no avanzaran y permanecieran anclados siempre en el mismo punto de partida.

Al final, vencidos por el cansancio, se detuvieron. María contemplaba hipnotizada aquellos grabados en la infinita pared y que para ella no tenían ningún sentido.

-¿Qué significan estos dibujos Lucas?- preguntó a su hermano intrigada.
Lucas los miraba intentando descifrar qué podían significar y al fin respondió a su hermana:
-La casa no es una casa María.
-¿Y qué es entonces?
-Es una nave extraterrestre.
-¿Qué es una nave extraterrestre?
Lucas esta vez no respondió a su hermana. Se limitó a cogerla de la mano y echando a correr de nuevo, volvió con ella a entrar en la maleza buscando escapar cuanto antes de aquel lugar.
-Tenemos que ir a decírselo a papá y mamá- se limitó a decir.


La Casa Misteriosa (Continuación Aventuras)

Nada más colarse por uno de los múltiples agujeros que tenía la verja, Lucas sacó de su mochila una pequeña brújula, con la que orientarse en medio de aquella maleza casi inaccesible. Le dio además a su hermana una hoja con el mapa que él mismo había dibujado la noche anterior, para que María señalara en él lo que fueran encontrando, además de los pasos recorridos, y de este modo encontrar con facilidad el camino de vuelta.

-¿Estás lista?- le preguntó.
-¡Lista!- contestó ella decidida.
-¡Allá vamos entonces!: ¡sígueme! Y escribe en el mapa todo lo que te vaya diciendo.

Alcanzaron sin mucha dificultad el exterior de la casa, donde no tardaron en encontrar la puerta, que como Lucas imaginaba, estaba cerrada con un candado.

-Tendremos que entrar por una ventana- dijo a su hermana-. Veamos si hay alguna por donde podamos entrar.

María fue quien descubrió una ventana con el cristal completamente roto y a través de la cual los dos hermanos pudieron acceder a la casa. Lo que vieron entonces les dejó a ambos boquiabiertos.

La luz en el interior era escasa, pero aun así se podían distinguir perfectamente las gigantescas estanterías que ocupaban todas las paredes. Y en ellas, miles de libros cubiertos de polvo y protegidos por enormes telarañas, aparecían ante los dos hermanos como un tesoro abandonado.

-¿Te das cuenta María? Tenían razón las historias que contaban en el colegio. Es un almacén.
-¿Un almacén?- preguntó ella un poco extrañada.
-¡Claro!, ¿no lo ves? Es un almacén de libros- le respondió él en tono burlón.
-¡Se llama biblioteca!- protestó María.
-¡Muy bien dicho hermana!: ¡una biblioteca! Ahora tenemos que ir a decírselo a papá y mamá.


La Casa Misteriosa (Continuación Suspense)

Llegaron delante de la verja cuando comenzaba a oscurecer. Sus padres pensaban que los dos hermanos descansaban plácidamente en sus habitaciones, pero Lucas y María habían escapado aprovechando que en la televisión comenzaba la serie que sus padres nunca se perdían. Tenían exactamente una hora para volver sin que nadie se diera cuenta de su ausencia.

Lucas sacó de su mochila un par de linternas, encendió ambas y le pasó una a María.
-¡Vamos allá! -le dijo a su hermana.

No habían aún superado la verja cuando lo escucharon por primera vez y al instante los pelos se les pusieron de punta.
-¿Qué ha sido eso Lucas? -preguntó María algo angustiada.
-No lo sé María -respondió Lucas intentando transmitir la tranquilidad que no tenía.
-¿Son niños que lloran?
-No lo sé María -repitió de nuevo su hermano-. Vamos a averiguarlo.

Avanzaron no sin dificultad entre la maleza. La luz que proporcionaban sus linternas era insuficiente y las sombras que proyectaban hacían que todo fuera mucho más inquietante. Lucas tenía tanto miedo como su hermana, pero la curiosidad era mayor que aquel miedo. De pronto, de nuevo escucharon aquella especie de lamento.
-¡Otra vez! -exclamó María-. ¡En la casa hay niños llorando!
-¡No puede ser! -negó Lucas-. ¡Es imposible! Entremos en la casa por esa ventana y te lo demostraré.

Lucas había señalado una ventana que no tenía ya cristal. Antes de entrar por ella, intentó desde fuera con su linterna, iluminar el interior, pero apenas pudo ver nada. Dudó un instante y justo entonces volvieron a oír, aún más fuerte, aquel sonido inconfundible: ¿realmente había niños en la casa? ¿Y por qué chillaban así? En lugar de dejarse vencer por el miedo, Lucas saltó adentro. María no se lo pensó dos veces y siguió a su hermano.

El ruido, que parecía ir en aumento, venía de la planta de arriba. Lucas buscó con su linterna una escalera dentro de aquel almacén, completamente vacío, por la que subir.
-¡Lo que faltaba! -dijo al apagársele de improviso la linterna-. ¡Dichosas pilas! Déjame la tuya María y dame la mano.
María hizo lo que le pedía su hermano y con una única linterna, que también comenzaba a fallar, encontraron por fin en una esquina, una carcomida escalera de caracol por la que se podría subir. O al menos eso esperaba Lucas, que no las tenía todas consigo.

Ascendieron con sumo cuidado y una vez arriba, se dieron cuenta de que los chillidos habían cesado.
-¡Qué raro! -dijo Lucas sorprendido mientras trataba a duras penas de iluminar aquella gran estancia.- ¿Pero qué es eso?
La luz de la linterna se había detenido en lo que parecía una caja de cartón. Nada fuera de lo común si no fuera porque la caja ¡se estaba moviendo!
-¡La caja se mueve! -gritó María asustada.
-¡Espera!, ¡no te muevas de aquí! -le ordenó Lucas para dirigirse a la caja andarina.

María vio cómo su hermano iluminaba el interior de la caja. Al instante los chillidos retumbaron en sus oídos al tiempo que su hermano metía las manos en la caja, sujetando la linterna entre sus dientes. Cuando las sacó, María se quedó de piedra al ver lo que Lucas acariciaba contra su pecho.
-¡Es un gatito!
-No María -respondió Lucas negando con la cabeza-. ¡Son cinco gatitos! Y por lo que se ve tienen mucha hambre... ¡Por eso chillaban!
-¿Qué podemos hacer?
-Tendremos que decir la verdad a papá y mamá, aunque se enfaden con nosotros por habernos escapado. Y luego volver con comida.
-¡Vamos entonces!; pero, ¡déjame primero acariciar a uno por lo menos!
-Toma este. Es naranja como un tigre.
-¡Naranjito!


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