miércoles, 13 de mayo de 2015

La Cueva de los Murciélagos (Cuento para niños)



Bati era un pequeño murciélago que vivía en el interior de una cueva, que era conocida como La Cueva de los Murciélagos. Bati nunca había visto ni tan siquiera la luz de la luna. Tenía auténtico pavor a la luz, por leve que fuera. Por ello, cuando llegaba la hora de irse a dormir, lloraba desconsoladamente hasta que en la cueva no reinaba la oscuridad más absoluta. Los amigos de Bati intentaban animarle para que les acompañara en alguna de las excursiones, que de noche, hacían fuera de la cueva. Pero todos sus intentos habían sido inútiles. Pensaban por ello que Bati nunca sería capaz de salir de la cueva.

Cerca de La Cueva de los Murciélagos, vivía en mitad del bosque Yina, una minúscula hada, del tamaño de un puño, perteneciente a una noble familia de hadas, que desde hacía siglos, convivían en aquel lugar en perfecta armonía con todos los animales del bosque, incluidos los murciélagos. No obstante, las hadas tenían prohibido el acceso a La Cueva, pues corrían serio riesgo de perderse en su interior.

Una noche de luna llena, los padres de Bati habían salido a cenar insectos, dejando al pequeño murciélago a cargo de sus hermanos mayores. Sin embargo, éstos, viendo a Bati plácidamente dormido, decidieron también ellos salir a mover un poco las alas y de paso, poder contemplar el inmenso círculo blanco de luz que ofrecía la luna en el cielo. Porque al contrario que a Bati, a sus hermanos como a la mayoría de murciélagos, les fascinaba la tenue luz de la luna.

Yina, que también había salido esa noche de su casita de hadas, para disfrutar de la luna llena, se encontraba alegremente volando de una rama a otra entre las copas más altas de los árboles del bosque, cuando de repente oyó un llanto. Agudizó sus diminutas orejas, e inmediatamente cayó en la cuenta de que aquel llanto provenía de La Cueva de los Murciélagos.

Era Bati quien lloraba, pues acababa de despertarse, y encontrándose solo y viendo la luz de la luna que entraba dentro de la cueva, se sintió aterrorizado.

A pesar de que Yina como cualquier hada, conocía perfectamente la prohibición, no pudo evitar sentir curiosidad por aquel llanto que en sus orejitas, sonaba como una llamada desesperada de auxilio.

- ¿Quién eres?, ¿por qué lloras? -preguntó asomándose al interior de la cueva.
-¡Tengo mucho miedo! -acertó a responder Bati-. Me han dejado solo y con luz
-¿Con luz? -preguntó Yina sin poder entenderlo. A ella lo que más miedo le daba era que la dejaran a oscuras, pero no comprendía aquello de tener miedo si "te dejan con luz". Y olvidándose de la prohibición, entró en la cueva.

Yina casi no podía ver nada, pues sus ojos no se habían aún acostumbrado a la oscuridad, por lo que se dejó guiar por el sonido del llanto, que aunque parecía calmarse, se podía aún oír claramente. Llegó así hasta donde estaba Bati, quien con sus alas, trataba de cubrir sus ojos, por lo que no la vio llegar.

-¡Hola!, me llamo Yina; ¿tú cómo te llamas?

Bati, al oírla, se quitó las alas de los ojos y se sobresaltó al verla. Nunca antes había visto a un hada. Pronunció su nombre tan bajo, que sólo un hada como Yina pudo escucharlo. Y es que Yina, como todas las hadas, era capaz incluso de oír el silencio.

-¡Qué nombre más bonito! No tengas miedo Bati -dijo Yina con su voz más dulce-. Soy un hada buena; aunque mis padres dicen que no soy tan buena como debería ser. Y siempre dicen que mis hermanas son más buenas que yo... Y dime Bati: ¿por qué estás aquí solo?
-No lo sé. Mis padres salieron, pero habían encargado a mis hermanos que cuidaran de mí.
-¡Ah! -dijo entonces Yina-: deben de ser los murciélagos contra los que casi choco viniendo hacia aquí. ¡Iban como locos! Hablaban de ver la luna rápido antes de que volvieran sus padres. ¿A ti no te apetece ver la luna?

Bati, sólo de oír aquello, se encogió por el pánico.
-¡Ah, es verdad! -comprendió Yina-: me has dicho que tienes miedo a la luz. Es por eso, ¿no?
-Sí -respondió Bati avergonzado.- Me duelen los ojos con la luz.

Yina sabía que a los murciélagos no les gustaba para nada la luz del sol, pero nunca antes había conocido a uno como a Bati, que ni tan siquiera se atrevía a ver la luz de la luna. Sintió lástima por aquel pobre murciélago y pensó la forma de poder ayudarle.

-¿Sabes Bati? Tengo una idea; pero tendrás que confiar en mí. Cierra los ojos y deja que te ponga una cosa. ¿De acuerdo?

Bati no supo que contestar, pero casi inconscientemente cerró los ojos y notó entonces que Yina le estaba colocando algo que se apoyaba en sus orejas y en su nariz. Abrió los ojos y se dio cuenta que todo estaba mucho más oscuro que antes.

-¿Qué esto que me has puesto? -preguntó sorprendido
-Se llaman gafas de sol -respondió Yina-. Con ellas te prometo que podrás ver la luna y no te dolerán los ojos. ¿Vienes conmigo entonces?

Bati de nuevo no contestó, pero no dudó en salir volando detrás de Yina, que ya había iniciado el vuelo hacia el exterior.

-Tendrás que ser tú quien me guíe hacia la salida -le dijo a Bati-. Con razón nos tienen prohibido entrar en la cueva, porque ahora mismo estoy totalmente perdida.
-Tranquila Yina -dijo Bati de repente lleno de confianza, como nunca antes se había sentido-. ¡Es por aquí, sígueme!

Y así fue como Bati delante y Yina detrás, pegada a él, salieron al exterior.

-¿Qué te parece Bati? -le preguntó Yina apuntando con su mano a la luna.
-Es... -balbuceó Bati-, es...

Bati era incapaz de articular palabra. Era la primera vez que salía de su cueva y la primera vez por supuesto que veía la luna. ¡Y era tan enorme!

-¿Te gusta Bati?
-¡Sí! -consiguió al fin responder-. ¡Mucho!, ¡mucho!, ¡mucho!... –repitió una y otra vez entusiasmado.
-Mañana si quieres, vengo a buscarte de nuevo y la vemos otra vez juntos.
-¡Sííííííííííí! -respondió Bati.
- ¡Genial entonces! Pero ahora tienes que volver a la cueva. Si llegan tus papás y no te encuentran se pondrían muy nerviosos. Y mañana, no olvides pedirles permiso para venir conmigo.

Yina acompañó a Bati de nuevo hasta la entrada de la cueva y ahí ambos se despidieron. Cuando Bati se quedó solo, se dio cuenta de que no le había devuelto las gafas a Yina. Un pensamiento le vino entonces a la cabeza. Cerró sus ojos y se quitó las gafas. Después volvió a abrirlos y sin dudarlo se dirigió hacia la salida. A medida que se aproximaba a ella, iba aumentando la luz, pero Bati ya no sentía ningún miedo ni tampoco dolor alguno en sus ojos. Había dejado de ser un murciélago pequeño. ¡Por fin era grande como sus hermanos!



No hay comentarios:

Publicar un comentario