En lo más alto de una
montaña, un gitanillo llamado Esteban, corría feliz y sin descanso de un lado a
otro. Era su escondite preferido para jugar. Allí recogía toda clase de piedras
que luego llevaba a su casa para clasificarlas por tamaño, color, peso...
Aquella afición suya sacaba de quicio a su madre, cansada de andar tropezando
por todas partes con las "dichosas piedras", cada vez que limpiaba
por casa. En realidad su madre se enojaba por cualquier tontería y cuando eso
ocurría, lo único que conseguía calmarla, era un buen flan de chocolate. Por
esa razón, Esteban y su padre, por nada del mundo se olvidaban de tener siempre
llena la nevera de flanes de chocolate.
Esteban, al contrario que
todos sus amigos, no tenía hermanos. Era el único hijo que habían tenido sus
padres: la Anita y el Guindilla, que era como se les conocía a ambos en el clan
gitano al que pertenecían.
La Anita era una mujer capaz
de hacer sombra a un elefante. Pero desde niña la habían llamado así y luego a
nadie se le ocurrió llamarla de otro modo, cuando se fue transformando en una
mujer capaz de devorar sin despeinarse, una docena de flanes de chocolate.
Al Guindilla por su parte,
el mote sí que le venía como anillo al dedo, pues era un hombre tremendamente
nervioso, que miraba constantemente a un lado y a otro, como si buscara siempre
a alguien, y que sólo conseguía tranquilizarse cuando juntaba botones. Era una
extraña manía que irritaba a Anita casi tanto como la de coleccionar piedras de
Esteban. Sin embargo a ella le parecía lo más normal del mundo, tener su
habitación llena de ositos de peluche. Y así, entre piedras, botones y ositos
de peluche había crecido Esteban, aunque lo que se dice crecer, no es que
hubiera crecido mucho.
Una tarde, su padre se
encontraba recogiendo la miel de las colmenas que tenía en la cuadra, cuando
oyó a la Anita llamarle con voz enfadada, lo que tampoco era extraño:
-¡Antonio! -pues era así
como en realidad se llamaba El Guindilla.
-¿Qué quieres Anita? -le
respondió éste a desgana.
-Ya está la cena y Esteban
sigue sin bajar de arriba...
-¿Qué problema habrá en eso
mis queridas amigas? -preguntó El Guindilla dirigiéndose en voz baja a sus
amadas abejas-. El problema y lo raro es que siguiera sin bajar de abajo...,
¿no creéis? –dijo riéndose él mismo de su ocurrencia.
-¡Antonio! -volvió a
insistir la Anita aún más crispada.
-¡Ya voy Anita, ya voy!
-respondió en esta ocasión el Guindilla-. Me parece que hoy vamos a tener que cenar
todos flan de chocolate -dijo volviéndose nuevamente a sus abejas para añadir-:
Sed buenas y no os alejéis mucho cuando salgáis a buscar flores. ¡Y cuidado con
las telarañas!
Cuando salió fuera de la
cuadra se dio cuenta que llovía a mares. En la cuadra había al menos media
docena de paraguas, pero él, que jamás utilizaba uno, prefirió mojarse antes
que coger uno.
-Este Esteban mío -pensó
para sus adentros-. No le tiene miedo ni a una tormenta. En eso ha salido al
abuelo. No ha habido nunca un gitano más valiente que el abuelo…
Llegó en apenas un par de
minutos al lugar donde se encontraba Esteban. Lo halló como no podía ser de
otro modo, llenando su mochila con piedras que luego clasificaría al llegar a
casa.
-¡Esteban! -le llamó-.
¡Vamos! Tu madre tiene la cena encima de la mesa, y ya sabes que no conviene enfadarla
haciéndola esperar.
-¡Voy “papa”! -obedeció éste
al instante cerrando su mochila.
Bajaban padre e hijo
empapados por la lluvia escuchando a lo lejos los gritos de la Anita, que
seguía llamándoles sin cesar, cuando Esteban se volvió de repente a su padre y
con voz muy seria le dijo:
-“Papa”, ya sé cuál quiero
que sea mi mote.
-¿Tu mote?
-Sí, a ti te llaman El
Guindilla, ¿no?
-Sí, pero a mí me lo
pusieron; no lo elegí yo.
-Pues yo quiero que me
llamen El Pingüino
-¿El Pingüino?; ¿y eso?
-Porque me gustan los
pingüinos...
-¡Pero si en tu vida has
visto uno! ¿Cómo te van a gustar?
-¡Que sí “papa”!, ¡que los
he visto en la tele! Y son tan pequeños como yo...
El Guindilla no pudo
contener la risa por semejante ocurrencia. Pero viendo la cara aún muy seria de
su hijo, le acarició la cabeza y besando sus largos cabellos, tan negros como
la cabeza de un pingüino, con aire solemne dio por concluida la discusión:
-¿Sabes Esteban? Me has
convencido. Me gusta: ¡El Pingüi!
-¡El Pingüi! -repitió
Esteban ilusionado-. ¡Sííííííí!
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