miércoles, 13 de mayo de 2015

El Pingüi (Cuento para niños)



En lo más alto de una montaña, un gitanillo llamado Esteban, corría feliz y sin descanso de un lado a otro. Era su escondite preferido para jugar. Allí recogía toda clase de piedras que luego llevaba a su casa para clasificarlas por tamaño, color, peso... Aquella afición suya sacaba de quicio a su madre, cansada de andar tropezando por todas partes con las "dichosas piedras", cada vez que limpiaba por casa. En realidad su madre se enojaba por cualquier tontería y cuando eso ocurría, lo único que conseguía calmarla, era un buen flan de chocolate. Por esa razón, Esteban y su padre, por nada del mundo se olvidaban de tener siempre llena la nevera de flanes de chocolate.

Esteban, al contrario que todos sus amigos, no tenía hermanos. Era el único hijo que habían tenido sus padres: la Anita y el Guindilla, que era como se les conocía a ambos en el clan gitano al que pertenecían.

La Anita era una mujer capaz de hacer sombra a un elefante. Pero desde niña la habían llamado así y luego a nadie se le ocurrió llamarla de otro modo, cuando se fue transformando en una mujer capaz de devorar sin despeinarse, una docena de flanes de chocolate.

Al Guindilla por su parte, el mote sí que le venía como anillo al dedo, pues era un hombre tremendamente nervioso, que miraba constantemente a un lado y a otro, como si buscara siempre a alguien, y que sólo conseguía tranquilizarse cuando juntaba botones. Era una extraña manía que irritaba a Anita casi tanto como la de coleccionar piedras de Esteban. Sin embargo a ella le parecía lo más normal del mundo, tener su habitación llena de ositos de peluche. Y así, entre piedras, botones y ositos de peluche había crecido Esteban, aunque lo que se dice crecer, no es que hubiera crecido mucho.

Una tarde, su padre se encontraba recogiendo la miel de las colmenas que tenía en la cuadra, cuando oyó a la Anita llamarle con voz enfadada, lo que tampoco era extraño:
-¡Antonio! -pues era así como en realidad se llamaba El Guindilla.
-¿Qué quieres Anita? -le respondió éste a desgana.
-Ya está la cena y Esteban sigue sin bajar de arriba...
-¿Qué problema habrá en eso mis queridas amigas? -preguntó El Guindilla dirigiéndose en voz baja a sus amadas abejas-. El problema y lo raro es que siguiera sin bajar de abajo..., ¿no creéis? –dijo riéndose él mismo de su ocurrencia.
-¡Antonio! -volvió a insistir la Anita aún más crispada.
-¡Ya voy Anita, ya voy! -respondió en esta ocasión el Guindilla-. Me parece que hoy vamos a tener que cenar todos flan de chocolate -dijo volviéndose nuevamente a sus abejas para añadir-: Sed buenas y no os alejéis mucho cuando salgáis a buscar flores. ¡Y cuidado con las telarañas!

Cuando salió fuera de la cuadra se dio cuenta que llovía a mares. En la cuadra había al menos media docena de paraguas, pero él, que jamás utilizaba uno, prefirió mojarse antes que coger uno.

-Este Esteban mío -pensó para sus adentros-. No le tiene miedo ni a una tormenta. En eso ha salido al abuelo. No ha habido nunca un gitano más valiente que el abuelo…

Llegó en apenas un par de minutos al lugar donde se encontraba Esteban. Lo halló como no podía ser de otro modo, llenando su mochila con piedras que luego clasificaría al llegar a casa.

-¡Esteban! -le llamó-. ¡Vamos! Tu madre tiene la cena encima de la mesa, y ya sabes que no conviene enfadarla haciéndola esperar.
-¡Voy “papa”! -obedeció éste al instante cerrando su mochila.

Bajaban padre e hijo empapados por la lluvia escuchando a lo lejos los gritos de la Anita, que seguía llamándoles sin cesar, cuando Esteban se volvió de repente a su padre y con voz muy seria le dijo:
-“Papa”, ya sé cuál quiero que sea mi mote.
-¿Tu mote?
-Sí, a ti te llaman El Guindilla, ¿no?
-Sí, pero a mí me lo pusieron; no lo elegí yo.
-Pues yo quiero que me llamen El Pingüino
-¿El Pingüino?; ¿y eso?
-Porque me gustan los pingüinos...
-¡Pero si en tu vida has visto uno! ¿Cómo te van a gustar?
-¡Que sí “papa”!, ¡que los he visto en la tele! Y son tan pequeños como yo...

El Guindilla no pudo contener la risa por semejante ocurrencia. Pero viendo la cara aún muy seria de su hijo, le acarició la cabeza y besando sus largos cabellos, tan negros como la cabeza de un pingüino, con aire solemne dio por concluida la discusión:
-¿Sabes Esteban? Me has convencido. Me gusta: ¡El Pingüi!

-¡El Pingüi! -repitió Esteban ilusionado-. ¡Sííííííí!


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