jueves, 28 de mayo de 2015

El Cuento de Nunca Acabar


Aquella mañana, Pinocho se había despertado con la extraña sensación de que algo raro le había ocurrido durante la noche. Corrió por ello a mirarse en el espejo que había encontrado el día anterior tirado en el bosque encantado, y comprobó con sorpresa que aquellas orejas pegadas a su cabeza no eran las suyas, sino que parecían más bien las de un cervatillo.

-¡Bambi! –gritó al instante al reconocer las diminutas orejas de su gran amigo.

Descolgó entonces el teléfono y marcó sin dudar el número de Papá Pitufo. Porque si alguien podía ayudarle era el anciano pitufo.

-¡Papá Pitufo! –dijo al reconocer la voz al otro lado del teléfono-. ¡No te vas a creer lo que me ha ocurrido esta noche mientras dormía! ¡Y te juro que no me crecerá la nariz cuando te lo diga!... 

No pudo contarle más, porque Papá Pitufo le interrumpió para decirle que nada de lo que pudiera contarle,  le sorprendería, porque no era el primero que aquella mañana le había llamado, contándole cosas increíbles. El primero en hacerlo había sido el Lobo Feroz, que al levantarse de la cama, se había caído al suelo de lo alta que estaba. En realidad no es que la cama estuviera alta: ¡es que él se había vuelto enano! Tan enano como Pulgarcito, que precisamente fue el siguiente en llamarle. Bueno, lo cierto es que no le había llamado un Pulgarcito, sino que habían sido siete, uno tras otro. ¡Siete pulgarcitos!

Pinocho no podía dar crédito a lo que Papá Pitufo le estaba contando, pero aún había más, mucho más. El Capitán Garfio se había despertado encontrándose en su mano con una flauta en lugar del  garfio. De modo que cuando quiso rascarse la nariz, la flauta sonó y su casa se había llenado de ratas. Pensó que aquello habría sido cosa del bromista del Flautista de Hamelín, pero cuando le llamó para reclamar su garfio, resulta que este no sólo no sabía de qué le hablaba, sino que estaba sumamente enojado, porque tenía su habitación tan llena de sombreros que no podía salir de ella. 

Papá Pitufo según le confesó a Pinocho, pensó entonces que todo sería obra de algún hechizo del Sombrerero Loco, pero que nada más pensarlo, fue justo el Sombrerero Loco el siguiente en llamarle muy alarmado, porque Alicia se había empeñado en ir al bosque con una cestita para su abuelita. ¡Y Alicia no tenía abuelita!

Tras el Sombrerero Loco, la siguiente llamada que había recibido Papá Pitufo había sido la de los tres cerditos. ¡Estaban encerrados bajo llave en la casa de la bruja del bosque! ¡La que no dejaba de molestar a Hansel y Gretel! Pero no había rastro ni de la bruja ni de los dos hermanos.

Llegados a ese punto, Pinocho ni se inmutó cuando Papá Pitufo le contó que se había también enterado que Caperucita había perdido un zapato de cristal, que Cenicienta había caído dormida después de comer una manzana y que Blancanieves no encontraba por ninguna parte el espejo mágico de su madrasta. 

-¡El espejo! –cayó de pronto en la cuenta Pinocho-. ¡Descuida Papá Pitufo!: tengo la solución para poner fin a este cuento de nunca acabar.

Corrió a su habitación, descolgó el espejo y salió corriendo a buscar a Blancanieves. A la mañana siguiente, todo volvería a ser como antes. 



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