jueves, 14 de mayo de 2015

Cuatro escenas infantiles



El sombrero saltarín

En un viejo armario de madera, convivían zapatos, abrigos, trajes, camisas, corbatas y sombreros. Todos tenían su propio espacio dentro del armario y a ninguno se le ocurría salirse de él. De vez en cuando alguno abandonaba el armario y en su lugar aparecía algún inquilino nuevo. Cuando esto ocurría, los más viejos se encargaban de explicarle las normas de comportamiento al recién llegado, quien rápidamente se adaptaba a la tranquilidad y paz que reinaba en el viejo mueble.

Un día sin embargo, llegó un nuevo sombrero que puso el armario patas arriba.
-¡Bienvenido sombrero! -le recibió el abrigo más anciano-. ¿Cómo te llamas?
-Todos me llaman el sombrero saltarín -respondió alegremente el sombrero.
-¡El sombrero saltarín! -gritaron despavoridos todos al unísono dentro del armario.

Y sin apenas tiempo para añadir nada más, vieron aterrorizados cómo el sombrero saltaba en medio de las camisas, arrugándolas. No satisfecho, saltó aún con mayor fuerza para colarse entre los abrigos, haciendo que uno de ellos cayera de su percha. El pánico se había apoderado de todos, que gritaban protestando, sin que el sombrero saltarín se detuviera.

Al final tuvieron que ser un par de botines de piel los que pusieran orden. Cuando el sombrero saltaba entre los zapatos, uno de los botines lo atrapó con su puntera mientras el otro lo lanzó de un puntapié al sitio que el sombrero saltarín debía ocupar.

-¡No te muevas de ahí hasta que no vengan a por ti! -le dijeron muy serios.
-Lo siento, no quería molestaros. Es que soy un sombrero saltarín y no puedo evitarlo -dijo el sombrero arrepentido.
-Pues intenta al menos saltar sin molestar a nadie, ¿de acuerdo? -le sugirieron los botines.
-¡De acuerdo! -contestó feliz el sombrero. Y de un salto se fue a juguetear con las corbatas.


El reloj desconfiado

En la relojería, todos los relojes confiaban en el reloj maestro, que era quien marcaba la hora exacta y todos los demás relojes, adelantan o retrasaban sus agujas para marcar la misma hora que el reloj maestro. Todos menos uno: un reloj de cucú, que desconfiaba de la hora que marcara cualquier otro reloj, incluido el reloj maestro. Aquella desconfianza provocaba numerosas discusiones, cuando el relojero de noche se iba a su casa, cerrando con llave la relojería. La escena era siempre la misma, que se repetía día tras día:
-¿Qué hora es maestro? -preguntaba un reloj.
-Son las ocho y un minuto de la tarde -respondía el reloj maestro.
-¡Gracias! -respondían todos los relojes, al tiempo que corregían su hora, en el caso de que no fuera la misma que la del maestro.
-¿Seguro que son las ocho y un minuto? -preguntaba entonces el reloj desconfiado.
-Seguro -respondía el reloj maestro, quien ya esperaba la pregunta-. Hace un minuto que deberías haber sacado al cucú para que cantara las ocho de la tarde.
-¿Seguro? -insistía aún el reloj desconfiado.
-Seguro -respondía pacientemente el reloj maestro-. No seas tan desconfiado y mira al resto, que todos marcan ya la misma hora.
El reloj desconfiado miraba al resto de relojes, viendo sin embargo que todos marcaban las ocho y dos minutos.
-Maestro -decía entonces-: ¿por qué si dices que son las ocho y un minuto todos los relojes marcan las ocho y dos minutos?

El maestro suspiraba entonces y no podía evitar pensar si además de desconfiado, a aquel reloj le fallaba alguna corona en su cabecita. Aun así, respondía con toda la delicadeza de que era capaz:
-Por la misma razón por la que si no sacas ya al cucú y te pones en hora, dentro de un minuto, verás que todos marcan las ocho y tres minutos.


Los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte

Como cada día al oscurecer, Foxy, un gato naranja con aspecto de pequeño tigre, husmeaba entre los contenedores de la basura, en busca de algún resto de comida que poderse llevarse a la panza. En estas estaba, cuando al apartar de un zarpazo unos andrajosos zapatos de ante que le impedían el paso, éstos protestaron enérgicamente:
-¡Oye!, ¡ten cuidado!
Foxy, que en sus cinco vidas anteriores, nunca había escuchado a unos zapatos hablar, al oír aquella voz, se erizó por completo, poniéndose en guardia como si fuera un puerco espín.
-¿Quiénes sois vosotros?, ¿cómo es que podéis hablar? -les preguntó sin bajar la guardia.
-Relájate minino. Somos los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte.
-¿Que sois qué? -preguntó Foxy ahora más curioso.
-Lo que has oído. ¿O eres el único gato que no tiene buen oído? Somos los zapatos de ante que te llevan a cualquier parte.
-¿A cualquier parte? -repitió Foxy sorprendido.
-¡Oye!, ¿sabes que para ser un gato, tienes la cabeza llena de serrín como un perro faldero? ¡Sí!, a cualquier parte. Si no fuera así nos llamaríamos los zapatos de ante que no te llevan a cualquier parte, ¿no te parece? -preguntaron con sorna los zapatos
-No os entiendo -dijo Foxy moviendo la cabeza.
-¡Madre mía! -rieron los zapatos-. Realmente eres un gato de lo más extraño. A ver, dinos minino: ¿a dónde te gustaría ir?
-¿Que a dónde me gustaría ir? -repitió una vez más Foxy.
-¿Vas a repetir todo lo que decimos? -preguntaron los zapatos ahora ya un poco molestos.
-¿Por qué?

Los zapatos ya no sabían si dejarlo pasar o si darle otra oportunidad a aquel gato que parecía tan corto de luces. Optaron por un último intento:
-¡Olvídalo!, cálzanos en tus patas traseras, dinos dónde te gustaría ir, cierra los ojos y en menos de un miau, cuando vuelvas a abrirlos, estarás allí.

Foxy pensó que por probar no perdía nada, así que hizo lo que los zapatos le indicaban que hiciera: se los colocó con facilidad en sus patas posteriores, pues le quedaban enormes, cerró los ojos, dijo en voz alta a dónde le gustaría ir y cuando los volvió a abrir, se encontró exactamente en ese lugar. ¿Te imaginas cuál? Piensa como un gato y acertarás.


Un caramelo de metal

Cuando se apaga la luz, la mamá, si a su niña quiere dormir, esta dulce nana le tiene que cantar:

"En una bolsa llena de caramelos,
se esconde un caramelo de metal.
Todos los caramelos saben genial,
todos menos el caramelo de metal.
Todos los caramelos se pueden masticar,
pero pobre del niño que mastique,
el único caramelo de metal.
Por eso mamá siempre dice,
que si los dientes quieres salvar,
los caramelos has de saborear,
nunca masticar y mucho menos tragar.
¿Quién podría tragar
una pelotita de metal?"

Cuando se apaga la luz, la mamá, si a su niña quiere dormir, esta nana le volverá a cantar.

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